Columna

La voluntad de Imaz

Al leer el discurso pronunciado por José Jon Imaz el pasado día de San Ignacio, me siento escindido entre el ciudadano y el analista. Como ciudadano, es decir, como persona con nombre y apellidos y con un determinado sesgo ideológico, he de confesar que me cuesta recorrer toda esa jerga de cuño nacionalista, repleta de aporías que ni la mejor voluntad puede resolver, salvo que ponga en cuestión todos sus postulados de partida. José Jon Imaz no lo hace, sino que los recoge todos ellos para pergeñar a continuación un texto de difícil catalogación: no sé si definirlo como contradictorio o bien co...

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Al leer el discurso pronunciado por José Jon Imaz el pasado día de San Ignacio, me siento escindido entre el ciudadano y el analista. Como ciudadano, es decir, como persona con nombre y apellidos y con un determinado sesgo ideológico, he de confesar que me cuesta recorrer toda esa jerga de cuño nacionalista, repleta de aporías que ni la mejor voluntad puede resolver, salvo que ponga en cuestión todos sus postulados de partida. José Jon Imaz no lo hace, sino que los recoge todos ellos para pergeñar a continuación un texto de difícil catalogación: no sé si definirlo como contradictorio o bien como de(con)structivo. Como tal sí que resulta muy interesante para el analista, aunque me conviene matizar la escisión de la que me sentía objeto, ya que dada la personalidad del orate y las posibles consecuencias que puedan derivarse de su discurso, el ciudadano que soy tampoco puede mostrarse indiferente.

Parece claro que el nacionalismo vasco se halla ante una encrucijada. Prueba de ello son lo alambicado de sus discursos más recientes, sus retortijones semánticos, el continuo bombardeo de neoconceptos que se suceden unos a otros y que tienden a ser todos ellos eufemísticos. En política hay algunos conceptos claros: independencia, autonomía, federación, confederación. Los nacionalistas vascos han sido proclives a utilizar los dos primeros, bien sucesiva o simultáneamente, y según épocas y familias. Ahora mismo, sin embargo, parecen olvidarlos y optar por otros que en realidad sólo los encubren. Soberanía y cosoberanía vienen a ser los de mayor uso en la actualidad, quizá en sintonía con la prevalencia de los mismos en los discursos políticos de otras latitudes con problemas muy distintos a los nuestros. Son conceptos en curso en el actual debate político europeo, en una coyuntura en la que tiende a producirse un desplazamiento de la soberanía de quienes ahora la ostentan hacia instancias de una realidad política que aún está por definir. La cosoberanía no es más que un concepto equívoco que trata de explicar ese interregno. Y no veo que esto tenga mucho que ver con lo que se cuece en Euskadi.

Los países que conforman en la actualidad la UE son todos ellos soberanos. No tengo noticia de que su integración comunitaria les impida hacer uso de esa prerrogativa última que define al poder soberano y que no es otra que su capacidad para cancelar los derechos de sus ciudadanos, en suma, su capacidad para decretar el estado de excepción. A este respecto, no hay cosoberanías que valgan, salvo que éstas se ejerzan sobre terceros. La cesión por un Estado de parte de su capacidad reguladora a otras instancias, bien sean de orden externo -como la UE- o interno -como ocurre con las comunidades autónomas-, no supone de facto una pérdida de poder soberano. El problema con la UE reside en que esas cesiones de capacidad reguladora se producen en un contexto institucional que adolece aún de un déficit político, en definitiva, de un déficit democrático. La progresiva superación de esa laguna democrática en la construcción europea, en caso de que se produzca, sí que conllevara a la larga una pérdida de la soberanía de sus Estados miembros, que irá quedando reducida a su capacidad para desentenderse del proceso, es decir, de abandonar la UE. ¿Se le puede llamar cosoberanía a esto? No, simplemente soberanía residual.

Es éste el tipo de soberanía al que suelen apelar los nacionalistas vascos con su visión sesgada de la historia del país -el carácter pactado de su integración- o cuando recurren al derecho a decidir. No hay constancia jurídica ni histórica de que esa soberanía haya existido alguna vez, lo que no quiere decir que no pueda alcanzarse. Bajo estas coordenadas, reclamar la soberanía no puede significar otra cosa que reclamar la independencia. ¿Y qué significa entonces la cosoberanía o la soberanía compartida de la que habla José Jon Imaz? No creo que signifique otra cosa que el rechazo del discurso soberanista en vigor, sin cerrarse en una perspectiva estrictamente autonomista para el futuro del nacionalismo. Es curioso a este respecto el movimiento de su discurso, que va de lo que se ha hecho a lo que hay que hacer, de las identidades unívocas a las identidades plurales. Confuso en su inconcreción, quizá el concepto de cosoberanía que reivindica Imaz sea en realidad un no-concepto, la designación de una realidad nueva y abierta en un contexto político e institucional igualmente novedoso, la denominación de un futuro abierto. Puede provocar convulsiones en el anquilosado y retrógrado mundo nacionalista y tal vez merezca la pena prestarle atención.

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