Columna

Más viejos

No puede asegurarse que el año 2015 seamos más felices, más ricos o más sabios. No podemos saber si vendrán, como augura Rafael Sánchez Ferlosio en un brillante y pesimista ensayo, más años malos que nos harán más ciegos. Tampoco nos es dado conocer si el futuro, como aseguran nuestros cargos públicos, será tan deslumbrante que tendremos que usar gafas de sol. No hay modo de saberlo. Lo único que podemos afirmar de manera apodíctica es que la población de Euskadi, gracias al fermento oscuro de la inmigración y a un ligero rebrote de la fecundidad indígena, aumentará en 116.000 personas el año ...

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No puede asegurarse que el año 2015 seamos más felices, más ricos o más sabios. No podemos saber si vendrán, como augura Rafael Sánchez Ferlosio en un brillante y pesimista ensayo, más años malos que nos harán más ciegos. Tampoco nos es dado conocer si el futuro, como aseguran nuestros cargos públicos, será tan deslumbrante que tendremos que usar gafas de sol. No hay modo de saberlo. Lo único que podemos afirmar de manera apodíctica es que la población de Euskadi, gracias al fermento oscuro de la inmigración y a un ligero rebrote de la fecundidad indígena, aumentará en 116.000 personas el año 2015. Otra cosa que podemos saber con antelación, gracias a los informes del Instituto Vasco de Estadística, es que en el plazo de diez años las personas mayores de 85 años serán el doble que hoy.

Vamos a ser más viejos, concretamente diez años más viejos, el año 2015. Lo sabíamos. Pero lo peor de todo, lo que nos deja como destemplados y con cierto remusgo de inquietud, es saber que nuestro asendereado pueblo milenario sigue un proceso de envejecimiento que parece infrenable. Los mayores de 85 años supondrán, dentro de una década, el 16,4 % de la población vasca. En el mismo período de tiempo, según el Eustat, la población de 20 a 64 años disminuirá en 33.100 personas. Al final, como siempre, la poesía adelanta a la estadística. Lo explicó Jaime Gil en uno de sus célebres y contados poemas: "Envejecer, morir, es el único argumento de la obra". Otro poeta, el gran Francisco Pino, fue algo más optimista y escribió: "Y sólo en la vejez tocar la dicha / de ser, de ser, de ser. / Y abrir los ojos / a la hermosura del estar viviendo".

Uno quiere subirse a la copa del poema de Pino y creer en su bendita, luminosa vejez sin Alzheimer ni Parkinson, pero la realidad desagradable asoma con su cara de perro. Gil de Biedma murió con pañales (se cuenta, no sé bien para qué, en la estremecedora biografía de Miguel Dalmau). Hay una frase tópica que cita las injurias del tiempo, pero es que el tiempo a veces, de verdad de la mala, nos injuria de modo insoportable. Alcanzar la vejez (o que ella nos alcance) puede ser una dicha o un calvario, una ventaja o un grave problema. La semana pasada nos decían que en la CAV (lo decía el informe que el Ararteko entregó al Parlamento) el número de plazas en geriátricos estaba por debajo de la media estatal. Luego puntualizaron las diputaciones explicando que esas cifras se referían al año 2001, y que desde esa fecha nuestros números son bastante mejores, llegando en la provincia de Álava a superar de largo la media nacional de asistencia geriátrica con 5,8 plazas en residencias por cada 100 mayores de 65 años. Pero el problema no es sólo numérico. No es suficiente con estabular de un modo más o menos confortable a los viejos y viejas que tienen la desgracia de pinchar en la última vuelta del camino.

Nuestros viejos quebrados, mancos, mudos, inválidos y amnésicos o desmemoriados necesitan justicia y atención, facilidades, medios y dinero. Hace falta dinero para hacer que la vida que les queda no sea como el final de un partido de baloncesto: minutos de basura. Hace falta dejar de tratarles como lo que no son, como lo que, a pesar de todos sus pañales y baberos manchados, no van a ser jamás: los viejos no son niños. Pero sólo a los viejos se les trata hoy en día como a niños, sobre todo a los viejos sometidos a asistencia geriátrica fuera de sus hogares. No les hablo de oídas. Hay tuteos que matan y camaraderías que revientan y cariños idiotas que atragantan. Hace falta respeto, que no tiene precio, y buenos profesionales, que se forman y pagan con el caro dinero que no nos sobra. La vejez convertida en problema político: un problema de justicia social pura y dura. Pero los viejos rotos ya no pueden pedir ni justicia, ni atención, ni dinero. Están en nuestras manos ocupadas.

Los viejos como problema y algo más: los viejos como negocio, los viejos como mercado potencial, los viejos como fuente de beneficio. Es comprensible que los sindicatos desconfíen de las medidas de privatización de residencias de promoción pública. Malo es que la vejez, como la propia muerte y como casi todo en este diablo mundo, se convierta en negocio. Para muchos provectos ciudadanos, llegar a viejo ha sido un negocio ruinoso.

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