Columna

Arrepentimiento

Todas las personas, o casi todas, merecen nuestra compasión cuando se sienten acorraladas. Casi todos los ciudadanos que han cometido un delito despiertan piedad cuando advertimos en ellos la carga de la culpa. El arrepentimiento se nota en el gesto de angustia, en que uno traga saliva y tartamudea y no acierta con las palabras para pedir perdón. El bailaor Farruquito ha declarado tímidamente, con miedo aún a expresar su profunda culpa, la primera frase que puede acercarnos a entenderle: "No sé si soy inocente o culpable". Probablemente, si el círculo familiar, social y mediático que le arropó...

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Todas las personas, o casi todas, merecen nuestra compasión cuando se sienten acorraladas. Casi todos los ciudadanos que han cometido un delito despiertan piedad cuando advertimos en ellos la carga de la culpa. El arrepentimiento se nota en el gesto de angustia, en que uno traga saliva y tartamudea y no acierta con las palabras para pedir perdón. El bailaor Farruquito ha declarado tímidamente, con miedo aún a expresar su profunda culpa, la primera frase que puede acercarnos a entenderle: "No sé si soy inocente o culpable". Probablemente, si el círculo familiar, social y mediático que le arropó como a un niño chico durante todo este tiempo le deja al fin a enfrentarse cara a cara con la responsabilidad de sus actos, el bailaor madurará y dirá en voz alta y con arrojo esas palabras que pueden ayudarle a sentir cierto alivio: hice algo que no se hace, que ningún ciudadano debe hacer. Si le dejan, comprenderá que no se debe aceptar el victimismo de raza, ni los aplausos de admiradores que parecen aplaudir la acción delictiva más que la actuación artística, ni el apoyo de algunos periodistas que olvidaron (¿no fue increíble?) que existía una víctima que murió como un perro, ni el celo familiar que a veces defiende lo indefendible. Casi todos merecemos compasión. Ahora tenemos a un muchacho de veintiún años frente a los tribunales, veintiún años de un genio del baile, pero también de un chaval que sostenía una economía familiar, que se vio de pronto con los bolsillos llenos de billetes, y al que probablemente no le enseñaron que aparte de saber mover los pies hay que saber moverse en la vida honradamente. Hay veces que los artistas jóvenes, rodeados siempre de alabanzas y de mimos, no tienen a nadie interesado en enseñarles un mínimo de consideración hacia el prójimo. Paradójicamente, son huérfanos. Pero para que tengamos compasión de ese muchacho, que la merece como casi cualquiera, todos aquellos que le hicieron un flaco favor, los que le llenaron los hombros de palmadas, periodistas, fans y familiares, debieran escuchar un consejo del resto de ciudadanos que seguimos el caso con estupor. Déjenlo que se haga un hombre, que se sienta culpable, para que los que pensamos que todos los ciudadanos debemos responder igual ante la ley, sin ridículos paternalismos, le tengamos la compasión que cualquiera merece, sea payo, negro, marroquí o gitano.

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