Columna

La calle

Los poetas sociales, cuando la dictadura daba sus boqueadas, lanzaban a la calle al personal porque ya era hora -contaban en los versos que después cantarían Serrat o Paco Ibáñez- de pasearse a cuerpo por las anchas avenidas de España. Los poetas sociales, cuando aquello, no tenían ningún inconveniente, antes bien al contrario, para invocar el nombre de su país en cuanto la ocasión lo requería. El caso es que la calle, que todavía entonces era de Manuel Fraga, se llenaba de gente y podía pasar cualquier cosa.

Lo que no podía hacerse era quedarse en casa con los brazos cruzados. Había qu...

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Los poetas sociales, cuando la dictadura daba sus boqueadas, lanzaban a la calle al personal porque ya era hora -contaban en los versos que después cantarían Serrat o Paco Ibáñez- de pasearse a cuerpo por las anchas avenidas de España. Los poetas sociales, cuando aquello, no tenían ningún inconveniente, antes bien al contrario, para invocar el nombre de su país en cuanto la ocasión lo requería. El caso es que la calle, que todavía entonces era de Manuel Fraga, se llenaba de gente y podía pasar cualquier cosa.

Lo que no podía hacerse era quedarse en casa con los brazos cruzados. Había que salir a cualquier precio, eso decían, porque siempre sería barato, por muy alto que fuera, comparado con el tesoro de la libertad. Así estaba el cotarro nacional mientras las calles, saturadas de paz y policía armada, se llenaban de gente que se manifestaba pidiendo esto y lo otro y, en el fondo, siempre la misma cosa: democracia. Tener un Parlamento democrático, con sus representantes democráticamente elegidos, era entonces el sueño de muchos. Y por eso salían a la calle, porque entonces la calle era el único sitio donde, a pesar de todo (a pesar de los grises sobre todo), se podía hacer visible y audible la discrepancia.

¿Quién nos iba a decir, después de tanto tiempo, que la política española iba otra vez a dirimirse, en lugar de en las Cortes democráticas, sobre el asfalto de la Castellana o en la Puerta del Sol? España (o las Españas) salen o son echadas a la calle estos días calientes de junio. La manifestación del pasado día 4 todavía colea y ya tenemos, con el ambiente cada vez más caldeado, otra manifa en puertas, la del próximo día 18, convocada por el Foro Español de la Familia en contra del proyecto de ley de reforma del Código Civil para permitir los matrimonios entre personas del mismo sexo. La manifestación, que ya tiene el apoyo fervoroso de la Conferencia Episcopal, arrancará con el siguiente lema: "La familia sí importa". Lo que importa, está claro, es la familia, sí, pero ante todo la familia política. Porque a nadie se le puede escapar que se trata otra vez, como el 4 de junio, de una manifestación política.

Se diría que hay alguien empeñado en que los parlamentos (incluido el vasco) no sirvan para nada o sirvan para poco, en convertir la calle en campo de batalla ideológica donde se enfrenten dos supuestas concepciones de la política y la vida opuestas e irreconciliables. Es triste que haya gente que se frote las manos ante el espectáculo de Alcaraz y Manjón reproduciendo un grabado de Goya. Gente empeñada en desenterrar toda clase de muertos, porque los muertos votan, ya se sabe, ese es su gran valor. La verdad es que empieza a dar miedo esta obsesión de algunos por lanzarse a la calle; tanto o más que la de otros por echarse al monte.

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