Columna

Subir los colores

Marcar para distinguir y distinguirse. Aunque es verdad que hoy las marcas evocan mayormente etiquetas, enseñas de producto, y marcarse significa sobre todo integrarse en el parque temático de la moda, en la gran superficie del consumo, en la jerarquía del poder adquisitivo -dime qué marca llevas y te diré quién eres-, estoy pensando en otras marcas. En las señales que distinguen al otro para destruirlo. Al faraón los sueños le anuncian el nacimiento de Moisés como una amenaza para su absolutismo. Para evitarla, manda identificar y luego asesinar a todos los recién nacidos de su reino.

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Marcar para distinguir y distinguirse. Aunque es verdad que hoy las marcas evocan mayormente etiquetas, enseñas de producto, y marcarse significa sobre todo integrarse en el parque temático de la moda, en la gran superficie del consumo, en la jerarquía del poder adquisitivo -dime qué marca llevas y te diré quién eres-, estoy pensando en otras marcas. En las señales que distinguen al otro para destruirlo. Al faraón los sueños le anuncian el nacimiento de Moisés como una amenaza para su absolutismo. Para evitarla, manda identificar y luego asesinar a todos los recién nacidos de su reino.

Igual que Herodes, que empieza ordenando a sus esbirros que averigüen en qué familias hay niños pequeños. Primero la información y acto seguido la marca en la puerta de la casa, para facilitar el trabajo nocturno de la masacre, para darle un ritmo inapelable. Así ha sucedido a todo lo largo de la Historia. Todavía hace muy poco tiempo se denunciaban casas marcadas en Bosnia o en Kosovo. Señalar al otro para acabar con él; marcarle en la fachada, en la puerta de la vivienda o el negocio, en la ropa o sobre la piel. Con números, cruces, triángulos o estrellas.

Concluyo aquí este relato sombrío, que es sólo un telón de fondo intencionadamente oscuro para que resalte mejor el verdadero tema de esta columna, que es a todo color, porque entre las marcas más luminosas que podemos encontrarnos en puertas, balcones, prendas, guías o folletos está la enseña arco iris que enarbolan, a todo lo largo y ancho del mundo (posible), las personas, instituciones o establecimientos de cualquier tipo que quieren mostrar su apoyo a la causa gay y lesbiana. Que quieren expresar con toda claridad el mensaje de que "en este vecindario son ustedes bienvenidos/as" o "aquí ustedes podrán ser ustedes mismos inadvertida, naturalmente".

El arco iris no es una simple marca de tolerancia, palabra sobredimensionada, inflada, a mi juicio, con acepciones que no le corresponden. La tolerancia es una pasividad que no debería considerarse sinónima de respeto ni de solidaridad ni de convicción igualitaria, conceptos que implican actividad, ejercicio. El arco iris es una representación ideológica, un signo político de compromiso. "Pensar es un acto, sentir es un hecho", escribió Clarice Lispector. La enseña arco iris es el acto y el hecho de una idea del mundo como espacio de libre expresión.

No hace tanto, es decir, en un tiempo que cabe aún en la memoria de la mayoría de sus habitantes, en España los homosexuales estaban condenados a la cárcel literal o a las prisiones íntimas y metafóricas del disimulo, la represión o la (auto)censura. Subirle los colores a la homosexualidad no significaba izar la bandera arco iris, remitía a un rubor que no era precisamente el del orgullo gay. Hoy sí. La reciente aprobación de la ley que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo sitúa a España en la primera fila del reconocimiento formal de los derechos y libertades de los homosexuales. Y qué quieren que les diga; en el permanente barullo de banderas que resume y atasca nuestra vida política, me parece excelente y fértil noticia el hecho de que la enseña arco iris pueda izarse idéntica de punta a punta del país, de que esos colores se hayan subido a toda la cabeza nacional.

El que una resolución social y política como la adoptada -a favor de la diferencia en igualdad- pueda identificarnos y unirnos cardinalmente (en los cuatro puntos cardinales de nuestra geografía) constituye una significativa metáfora de identidad común y una invitación a considerar con más anchura, y al mismo tiempo con más detalle, cuáles son los rasgos que hoy nos definen primordialmente y pueden, por ello, caracterizarnos y articularnos como una sociedad. Lo digo porque desprejuiciar me parece ante todo desfronterizar, y porque el arco iris revela la compleja y sin embargo armónica naturaleza de la luz. Y que el blanco es muchos colores sin dejar (o para no dejar) de ser blanco.

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