Columna

Godard

Llega a mis manos una interesante biografía de Jean-Luc Godard, un director de cine de quien se habló mucho en su día, tuvo fama e influencia, fue relegado y hoy permanece en el recuerdo de muy pocos, entre los que me cuento. Vi una de sus últimas películas en Ginebra, en un cine alejado del centro, un día laborable, fuera de horas. En la sala sólo había otro espectador: una señora. Igual que yo, no estaba allí por error o para llenar un vacío, sino por devoción. Al salir no nos saludamos, ni nos miramos.

Mitad suizo, mitad francés, siempre desplazado, Godard nació en 1930; tuvo una for...

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Llega a mis manos una interesante biografía de Jean-Luc Godard, un director de cine de quien se habló mucho en su día, tuvo fama e influencia, fue relegado y hoy permanece en el recuerdo de muy pocos, entre los que me cuento. Vi una de sus últimas películas en Ginebra, en un cine alejado del centro, un día laborable, fuera de horas. En la sala sólo había otro espectador: una señora. Igual que yo, no estaba allí por error o para llenar un vacío, sino por devoción. Al salir no nos saludamos, ni nos miramos.

Mitad suizo, mitad francés, siempre desplazado, Godard nació en 1930; tuvo una formación errática y autodidacta; el ejercicio de la crítica cinematográfica le enseñó lo que no debía hacer; en 1960 realizó y estrenó A bout de souffle, uno hito fundacional de la nouvelle vague y de aquella década prodigiosa. Creía en el compromiso del intelectual, era marxista ortodoxo, ácrata y maoísta convencido, chauvinista a ultranza y admirador confeso de todo lo americano. En el revuelto mayo del 68 hizo y dijo muchas tonterías con alegre y sincera gravedad. Avatares sentimentales condicionaron el devenir de su ideología, pero siempre pensó que el cine era el único lenguaje capaz de dar trabazón a tantas incompatibilidades y de exponer y analizar la empanada mental y sentimental propia de aquellos años. Cada película suya daba para un mes de debate. Luego se acabó. Con él se perdía dinero. La necesidad agudizó su talento y este mismo talento le fue alejando del centro de gravedad de un mercado voraz e inmisericorde. Un lenguaje es una cosa impalpable, imprecisa y en definitiva incómoda cuando se pone al servicio de las propias contradicciones y no de las historias ajenas. Y el público quería historias. Sus compañeros de rebelión así lo entendieron y pusieron su oficio al servicio de una narrativa más convencional. No así Godard, contumaz y ensimismado, dedicado a hablar sólo de la imposibilidad de hablar, de la inutilidad del lenguaje. Tanta perseverancia sonaba a sectarismo y a mitomanía incluso a sus más fieles. Quedó relegado a ciclos de filmoteca, a pequeñas salas periféricas, donde se pueden ver sus filmes unos pocos días, en sesiones extemporáneas, a punto de cumplir su destino y devenir arqueología del siglo XX.

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