Columna

Exceso

Me considero agnóstica, pero siento un verdadero respeto por las creencias religiosas que la gente pueda albergar en su corazón, siempre que no las confundan con la Ley común. Tengo una aguda conciencia del enorme misterio que es vivir, y el antiguo empeño de los humanos por crear diferentes dioses me conmueve profundamente, porque es el mayor ejemplo de nuestra pequeñez, de nuestra congoja de mortales que no comprenden nada y de nuestras ansias de trascendencia. Nada que objetar, pues, al sentir de los católicos ante la muerte del Papa y a sus duelos personales.

Sin embargo, no puedo e...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Me considero agnóstica, pero siento un verdadero respeto por las creencias religiosas que la gente pueda albergar en su corazón, siempre que no las confundan con la Ley común. Tengo una aguda conciencia del enorme misterio que es vivir, y el antiguo empeño de los humanos por crear diferentes dioses me conmueve profundamente, porque es el mayor ejemplo de nuestra pequeñez, de nuestra congoja de mortales que no comprenden nada y de nuestras ansias de trascendencia. Nada que objetar, pues, al sentir de los católicos ante la muerte del Papa y a sus duelos personales.

Sin embargo, no puedo evitar un escalofrío cuando veo esas escenas de embriaguez emocional colectiva, ese estallido de mitificación desparramada, con Roma paralizada y miles de personas echadas a la calle en todo el mundo, transidas de un paroxismo de fe que, para mí, tiene muchas semejanzas con cualquier otra expresión de hipertrofia sentimental, desde las histerias por la muerte de Lady Di al fanatismo de las estampidas que se producen cada tanto en La Meca y que dejan un pavoroso balance de muertos a la espalda. Digamos, en fin, que desconfío de todas las manifestaciones masivas humanas en las que la álgida explosión de las emociones colectivas anula el raciocinio individual.

Esta histeria mortuoria está por todas partes y ha contagiado a los medios de comunicación. Juan Pablo II ha sido uno de los personajes más influyentes y singulares de la segunda mitad del siglo XX y sin duda su figura merece un amplio espacio informativo. Pero, ¿tanto? La obsesiva y desaforada información sobre el Papa de estos días en las televisiones, las radios, los periódicos, horas y horas hablando de lo mismo sin tener nada más que decir sobre el tema y abundando solamente en un sentimentalismo exacerbado, se me antoja enfermiza, abusiva y delirante. Un verdadero exceso. Claro que, en cierto modo, todo esto concuerda con uno de los rasgos más notorios de este papado: su carácter propagandístico y mediático. Juan Pablo II fue un hábil publicista y un líder de la escena. Incluso su larga y penosa agonía se vivió en directo, como en un programa de tele-realidad. Supongo que el Vaticano sabe que el sensacionalismo emocional conquista fans.

Archivado En