Crónica:LA CRÓNICA

Cacao por la paz y otras locuras

Si estos días se pasean por la Gran Via de Barcelona encontrarán, en el número 546, una casa rebozada de chocolate. Se trata de la pastelería Escribà, que este año ha decidido aportar su grano, no de arena sino de cacao, a la causa antirracista. ¿Se les ocurre algo mejor que empapelar una fachada con centenares de placas de chocolate de diferentes colores? El invento es obra de Christian, uno de los hijos del gran maestro pastelero Antoni Escribà, facellido hace unos meses. La obra lleva el título de Cacau per la pau II part. Mona per la igualtat y en cada placa se puede leer un mensaje...

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Si estos días se pasean por la Gran Via de Barcelona encontrarán, en el número 546, una casa rebozada de chocolate. Se trata de la pastelería Escribà, que este año ha decidido aportar su grano, no de arena sino de cacao, a la causa antirracista. ¿Se les ocurre algo mejor que empapelar una fachada con centenares de placas de chocolate de diferentes colores? El invento es obra de Christian, uno de los hijos del gran maestro pastelero Antoni Escribà, facellido hace unos meses. La obra lleva el título de Cacau per la pau II part. Mona per la igualtat y en cada placa se puede leer un mensaje como "integración", "compromiso", "diálogo", etcétera.

La familia Escribà, y su equipo de 90 profesionales, están atareados estos días con las monas de Pascua, pero también con los mil y un inventos pasteleros que Christian propone y el resto del equipo dispone: pasteles para hacer soñar, pasteles encastados en la pared, pasteles virtuales, interactivos o el primer mordisco dulce del bebé. Anillos de caramelo, brochetas de azúcar... Todo es posible para endulzar la vida.

La familia Escribà anda estos días atareada con las monas de Pascua y con los mil y un inventos pasteleros que Christian propone

Dice Christian que si viviera en África concentraría su imaginación en paliar el hambre de la gente, pero como vive en Barcelona, y vamos sobrados, intenta que, por unos instantes, la gente se sienta feliz delante de un pastel. "Aquí no necesitamos comer, necesitamos que nos quieran. El pastel debe emocionar al que lo recibe. A mí no me valen las velitas, aunque respeto al que opta por ellas. A mí me gusta que me dejen ilusionar al destinatario del pastel", me comenta él mientras una servidora relame un cruasán impregnado de chocolate caliente. Para morirse de gusto.

Me hace subir a su centro de operaciones, en el piso superior de la histórica pastelería de la Gran Via. Nos sentamos en una mesa de cristal encuadrada en un gran marco dorado. Detrás del cristal hay placas de caramelo de colores que flotan entre azúcar granulado blanco. Este azúcar, de la mano de los Escribà, se convierte en una joya: auténticos anillos de diseño que uno puede optar por lucir o por lamer. Esta clase de azúcar se llama isomalt y deriva de la caña de remolacha. Está recomendado por los dentistas y lo puede comer un diabético. Pero dudo que alguien se atreva a destrozar la obra de arte. Yo, sinceramente, he lamido mi anillo varias veces, pero sólo por probar, prefiero que luzca en mi dedo anular cual gota de ámbar se tratara.

La Pastelería Escribà está a punto de celebrar los 100 años de vida y llevan ya cuatro generaciones. Empezó siendo una panadería, en la Guerra Civil se convirtió en colmado y vendían incluso jabón. Fue al terminar la guerra cuando el abuelo Escribà dio el giro al negocio con la pastelería. Su hijo, Antoni, iba para artista y estudiaba escultura, pero murieron dos de sus hermanas y tuvo que dejar lo que le gustaba y ponerse al frente del negocio. Cuando Antoni terminaba la jornada laboral se dedicaba a aplicar sus habilidades artísticas con materiales comestibles, algo que no había hecho nadie. Para él el pastel era un espectáculo y quiso darle otro enfoque que los típicos postres que se comen solamente en domingo. Antoni Escribà se hizo un experto en chocolate y dio más de 90 conferencias y demostraciones por todo el mundo. Ahora sus tres hijos, su esposa y sus nueras continúan endulzando la vida de muchos barceloneses.

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Christian me enseña un vídeo con algunas de las obras que ha diseñado. Veo un dragón de tres metros de alto transportado por tres hombres y recubierto de 7.000 brochetas dulces que forman las escamas del animal. Se lo zamparon en el Ayuntamiento de Barcelona en la pasada fiesta de la Mercè. Veo también lo que ellos llaman un pastís a la paret, que consiste en un mural tapizado de brochetas de todos los colores. Me enseña su nuevo invento, que consiste en un pack de cuatro brochetas de caramelo y chocolate: una hoja, unos labios, un corazón... Y también el pastel sorpresa que consiste en una especie de carpeta; uno la abre y se encuentra... No lo digo porque ya no sería una sorpresa para aquellos que vayan a celebrar el cumpleaños en El Bulli.

Christian tiene grandes amigos y sabe cuidarlos; es muy generoso y le gusta sorprenderlos. Miralda es uno de ellos, con quien discute sus locuras. Otro es Ferran Adrià. "Ferran y yo somos muy distintos", comenta Christian: "él es minimalista y yo barroco". Lo que no quita que se entiendan a la perfección porque cada uno respeta y admira el trabajo del otro. Lo comprobé mirando el vídeo de la boda de Adrià. Christian le montó un sarao por todo lo alto en las dos fiestas -comida y cena- que el gran cocinero de El Bulli dio para su boda. Dos pasteles increíbles que iban acompañados de música, actores y todo lo necesario para ser unos postres inolvidables. El pastel nocturno era una carroza con una chica rodeada de toda clase de dulces en forma de corazón, que ella se sacaba de encima y regalaba a los invitados. A su espalda tenía un enorme corazón elaborado con 5.000 hojas de caramelo. Sólo con mirar la cara de alucinado de Ferran Adrià y el abrazo que le daba a su amigo, uno se daba cuenta que un pastel puede despertar todo tipo de emociones, y tan fuertes como cualquier otra cosa que uno aprecie. Sólo se necesita abrir un poco la mente y dejarse sorprender. El resto déjenlo en manos de los Escribà.

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