Editorial:

Hacia una nueva ONU

Kofi Annan ha esbozado ante la Asamblea General la mayor y más ambiciosa reforma de la ONU desde su fundación hace 60 años, siguiendo las recomendaciones del grupo de expertos al que él mismo encargó el trabajo el año pasado. Caben pocas dudas de que la organización internacional debe seguir siendo el corazón de la seguridad planetaria. O que su vigilancia de los derechos humanos, confiada ahora a una multitudinaria comisión en la que tienen asiento algunos de sus más conspicuos violadores, debe ser puesta en manos de otro organismo. Y es evidente que el Consejo de Seguridad, su núcleo duro, u...

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Kofi Annan ha esbozado ante la Asamblea General la mayor y más ambiciosa reforma de la ONU desde su fundación hace 60 años, siguiendo las recomendaciones del grupo de expertos al que él mismo encargó el trabajo el año pasado. Caben pocas dudas de que la organización internacional debe seguir siendo el corazón de la seguridad planetaria. O que su vigilancia de los derechos humanos, confiada ahora a una multitudinaria comisión en la que tienen asiento algunos de sus más conspicuos violadores, debe ser puesta en manos de otro organismo. Y es evidente que el Consejo de Seguridad, su núcleo duro, una reliquia de otros tiempos, exige una ampliación para reflejar las nuevas realidades mundiales y una modificación del sistema de veto que permite ahora a un puñado de cinco selectos países liquidar de un plumazo cualquier propuesta, por razonable que sea, en virtud de sus propios intereses.

La mayoría de las propuestas del secretario general deben ser bienvenidas, pero su concreción no será fácil. El cambio de la ONU es objeto de debate desde hace 10 años sin ningún resultado. El paquete de Annan coincide con el segundo aniversario de la invasión de Irak y llega cuando parece imprescindible restablecer su credibilidad. La ONU no sólo ha sido sacudida en sus cimientos por Irak, la corrupción manifiesta en el programa Petróleo por Alimentos -cuyas conclusiones son inminentes- o las reiteradas acusaciones de abusos sexuales que recaen sobre sus cascos azules. Sobre la organización mundialista pesan también el estigma de su tentacular burocracia, su incapacidad para solventar cuestiones cruciales en escenarios remotos (desde el genocidio ruandés hasta el que se produce en Darfur ahora mismo) o el no estar a la altura de las circunstancias en momentos críticos: por ejemplo, su vergonzoso papel en Srebrenica, la masacrada localidad de Bosnia encomendada a su protección.

Si los grandes objetivos de la reforma son, en palabras de Annan, contribuir eficazmente al desarrollo, la seguridad y los derechos humanos, con sus contrapartidas de combatir a la vez la pobreza y todas las formas de terrorismo, la ONU tiene por delante una tarea ciclópea. Ha hecho bien el secretario general en señalar que sus propuestas deben ser consideradas en su conjunto, no como una carta de la que poder elegir plato a conveniencia.

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El mundo ha experimentado cambios vertiginosos desde 1945 que la organización ya no es capaz de reflejar. Hasta la cumbre de la Asamblea General, en septiembre, que debe debatir y en su caso aprobar las reformas por mayoría de dos tercios, unos y otros países intentarán amoldarlas a sus necesidades. Pero desde ahora cualquier esfuerzo debe darse por bien empleado con tal de rescatar a la ONU de su progresiva irrelevancia y hacer de ella el eficaz y contundente árbitro que exige el siglo XXI.

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