Tribuna:

Sobre el tratado constitucional

No seré yo quien discuta que un referéndum es un instituto esencialmente simplificador. Lo es necesariamente desde el momento y lugar en que el elector tiene dos y sólo dos opciones: aprobar la propuesta que se somete a consulta o rechazarla. Cuando la cuestión que se somete a consulta es sencilla, clara, y por su naturaleza permite decisión en blanco y negro, el plebiscito, porque es de eso de lo que se trata, puede resultar un método adecuado de decisión. Cuando la cuestión que se somete a los electores es compleja, adolece de perfiles difusos, exige conocimientos especializados, etcétera, l...

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No seré yo quien discuta que un referéndum es un instituto esencialmente simplificador. Lo es necesariamente desde el momento y lugar en que el elector tiene dos y sólo dos opciones: aprobar la propuesta que se somete a consulta o rechazarla. Cuando la cuestión que se somete a consulta es sencilla, clara, y por su naturaleza permite decisión en blanco y negro, el plebiscito, porque es de eso de lo que se trata, puede resultar un método adecuado de decisión. Cuando la cuestión que se somete a los electores es compleja, adolece de perfiles difusos, exige conocimientos especializados, etcétera, la pertinencia de la consulta disminuye drásticamente. Y algo de esto sucede con el caso de la votación del próximo día 20. El texto del proyecto del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa es extensísimo, complejo y repleto de remisiones, ausencias y silencios calculados. No parece que someter a consulta un texto sólo accesible en su plenitud a los especialistas sea una idea precisamente feliz. Y sin embargo tan juiciosa observación es errónea.

La complejidad y oscuridad del proyecto no se debe a lo que tiene de Constitución -que es lo fundamental- sino a lo que tiene de continuidad con los tratados constitutivos que le han precedido, lo malo no es la Convención, lo malo es Niza. En lo que respecta a lo primero: el establecimiento de unos principios generales, de una arquitectura institucional, de un sistema jurídico propio de un Estado de Derecho, de las competencias de la Unión y sus mecanismos de flexibilización y la Carta de Derechos Fundamentales, no es ni más extensa, ni más compleja, ni más inaccesible para el lego que una Constitución nacional. Cualquier hijo de vecino puede hacerse una idea razonable de cómo se gobernará la Unión, podrá contestar con un apreciable grado de aproximación a las tres clásicas preguntas de quién manda, cómo manda y para qué, simplemente leyendo las dos primeras partes del texto. Y lo puede hacer con una probabilidad de acierto que no siempre se da en las Constituciones nacionales, por cierto.

Lo que sí requiere de conocimientos especializados es la tercera parte, y los numerosos flecos que de ella cuelgan. Y lo es por una razón muy sencilla: como herencia de los actuales tratados constitutivos el proyecto contiene una descripción del diseño de las principales políticas de la Unión, y para poder hacerlo necesita abandonar un lenguaje poco técnico y accesible para todos -el constitucional- para sustituirlo por un lenguaje técnico altamente especializado -el legislativo- que exige para su completa inteligibilidad de conocimientos profesionales especializados que sólo un puñado de personas posee. Salvadas las distancias sucede aquí como si la Constitución incluyera la ley general presupuestaria, la ley general tributaria, las leyes procesales y del poder judicial, la ley de aguas, la del suelo, la del montes y así sucesivamente. No creo que esté al alcance de todas las fortunas entender la ley de enjuiciamiento civil o la orgánica del Poder Judicial, y nadie sostiene por ello que fuera un error someter a referéndum la Constitución de 1978.

Con todo las cuestiones complejas tienen casi siempre una almendra, un núcleo, susceptible de ser formulado en términos simples, claros y accesibles. Y así sucede en este caso. La cuestión primaria, la que supone la novedad fundamental del proyecto que se somete a votación el día 20, se puede formular así: el proyecto supone el paso de una organización, de una Unión, casi exclusivamente económica, a una Unión que es primariamente política, supone el paso de un Mercado Común a una Unión Política basada en los valores democráticos. Por eso supone la homologación de la ciudadanía europea a la nacional en punto a contenido ( la carta de derechos), el establecimiento de un sistema legal homologable al de cualquier Estado, la fijación de unos principios comunes que determinan qué políticas son admisibles y cuáles no, la extensión de la Unión a la política exterior, la justicia, la seguridad y la defensa, y así sucesivamente. La trascendencia de la decisión a adoptar el día 20 es sencillamente ésa: si queremos alguna clase de Unión Política (de la que éste es el primer paso) o si preferimos quedarnos en un Mercado Común, lo primero exige votar sí, lo segundo conduce a votar no. Por eso todos los "euroescépticos" quieren votar que no.

Ciertamente podemos estimar que la presente no es la mejor Constitución pensable, e incluso la mejor Constitución alcanzable. Yo suscribo esa opinión. En el proyecto hay numerosas cosas que no me agradan, desde la omisión de las raíces -no me parece buena idea prescindir de la realidad y ésa indica que venimos de Atenas, Roma y Jerusalén, aquí el señor Borrell erró el tiro- hasta una dimensión excesiva de las cuestiones en las que al exigirse la unanimidad rige como consecuencia el veto. Pero la cuestión no es ésa, está claro que mi preferencia es la de una Constitución abierta y confesamente federal, la cuestión es que o bien optamos por una Unión Política imperfecta o bien optamos por un Mercado. Y como yo creo que un mercado no es posible sin reglas, ni éstas sin sanciones, ni las últimas sin cuerpo político que las imponga, creo que necesitamos una Unión Política. Y ésta puede servir. Laus Deo.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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