Reportaje:REPORTAJE

El monte del 'Pijoaparte'

Yo no he vivido nunca en el Carmel", afirma Juan Marsé, el escritor que dio al barrio una entidad literaria al convertirlo en patria del Pijoaparte en Últimas tardes con Teresa. "Sin embargo, cuando vivía en el barrio de La Salut, al pie de la montaña, subía a veces hasta allí y como escribí sobre el Carmel la gente piensa que soy un experto del barrio. Nada de eso. De todos modos, quiero decir que lamento que el Pijoaparte y la novela que habita hayan sido recordados con motivo de esta desdicha que sufre el Carmel. He mantenido excelentes relaciones con el barrio desde mi adolescencia ...

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Yo no he vivido nunca en el Carmel", afirma Juan Marsé, el escritor que dio al barrio una entidad literaria al convertirlo en patria del Pijoaparte en Últimas tardes con Teresa. "Sin embargo, cuando vivía en el barrio de La Salut, al pie de la montaña, subía a veces hasta allí y como escribí sobre el Carmel la gente piensa que soy un experto del barrio. Nada de eso. De todos modos, quiero decir que lamento que el Pijoaparte y la novela que habita hayan sido recordados con motivo de esta desdicha que sufre el Carmel. He mantenido excelentes relaciones con el barrio desde mi adolescencia y, que yo recuerde, el primer latido de la novela, en París en 1961, ya contenía la escenografía del monte. Nunca pensé que el protagonista pudiera vivir y soñar en otro lugar".

Juan Marsé considera muy grave lo ocurrido con el hundimiento del túnel del Carmel y se muestra crítico con el modelo de la Barcelona del diseño
El Carmel es un barrio con dos caras. La parte alta, con unas excelentes vistas, y el lado que creció mal, al norte, con calles en cuesta
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Marsé, que considera "muy grave" lo ocurrido en el barrio y que se muestra crítico con la Barcelona "de diseño" y con sus responsables políticos, describe el Carmel en Últimas tardes con Teresa como "una colina desnuda y árida situada al noroeste de la ciudad" en la que conviven viejos chalets con "casitas de ladrillo rojo levantadas por emigrantes" y con barracas "donde hay mujeres regando plantas que crecen en desfondados cajones de madera y muchachas que tienden la colada con una pinza y una canción entre los dientes".

El Carmel ha cambiado mucho desde entonces, pero no está claro que lo haya hecho a mejor. Si uno sube por la carretera sinuosa que deja atrás la ciudad ordenada y el cuidado parque Güell se encontrará, al otro lado del monte, con una caótica acumulación de bloques de pisos y un trazado laberíntico de calles que a menudo tiene que recurrir a las escaleras para salvar los fuertes desniveles.

"El Carmel es un barrio con dos caras", comenta Marta Romera, directora de la biblioteca Juan Marsé, uno de los escasos equipamientos culturales del barrio. "Tenemos por un lado el Carmel de la parte alta, con unas excelentes vistas sobre Barcelona y sus alrededores, y luego el Carmel mal crecido de la parte norte, con un accidentado relieve saturado de edificios y con calles en cuesta. No hay casi nada escrito sobre el barrio, pero desde la biblioteca proyectamos recoger testimonios orales de los primeros habitantes para que no se pierda la historia de los años de formación".

Cien años atrás, el Carmel era tan sólo un monte cercano a Barcelona, coronado por una ermita, al que acudían los barceloneses el domingo para llenarse los pulmones de aire limpio y merendar, tal como evocó el polifacético Santiago Rusiñol (1861-1931) en una de sus mejores obras, L'Auca del Senyor Esteve. A finales del XIX empezaron a construirse en la montaña algunos chalets que fueron convirtiendo el paisaje en una sucesión desigual de casitas y huertos, pero el cambio más radical llegó en la primera posguerra, cuando la gran oleada migratoria llenó la zona de numerosas barracas que crecían agazapadas tras el monte, a espaldas de la ciudad. En la década de los cincuenta proliferaron las casas autoconstruidas, con una nula cimentación y mucho ladrillo visto, y en los sesenta se culminó el desastre con el desembarco de las inmobiliarias, dispuestas a construir grandes bloques de pisos y a saturar el barrio de cemento.

Si uno pasea por el barrio con la mirada atenta, observará que aún sobreviven, aprisionados entre bloques de pisos, unos pocos chalets, y que un par de huertos se esfuerzan por recordar el ambiente rural de antaño. Pero es tan sólo un espejismo, ya que la "marea urbana", en palabras de Marsé, ha ganado la partida a un monte del que sólo queda una muestra en la parte más alta, allá donde terminan las casas y el parque del Carmel se difumina para ceder el protagonismo a un territorio rocoso poblado de pinos y olivos de guardería y de almendros en flor, algarrobos, pitas e higos chumbos que recuerdan que no hace tantos años aquello fue un monte lleno de genista y romero donde pastaban las cabras. Junto a estos elementos naturales, la ermita de paredes blanqueadas y las trincheras de la batería antiaérea que funcionó durante la Guerra Civil hablan de un pasado reciente demolido a golpes de especulación, ladrillo y hormigón.

La vista que se divisa de la ciudad desde lo alto del Carmel convierte a la montaña en un excelente mirador que abarca desde el aeropuerto hasta el Maresme, y desde el Tibidabo hasta el Montseny, con el mar y Montjuïc como telón de fondo y con la cuadrícula del Eixample exhibiendo un preciso orden negado al Carmel.

Justo al pie de la montaña, como un contrapunto irónico, un bosque de pinos delimita el espacio del parque que Güell concibió en 1900 como zona residencial para la burguesía. Pero ésta nunca acudió a la llamada de la ciudad jardín proyectada por Gaudí. Demasiado lejos del centro...

Una vista de la Rambla del Carmel desde lo alto del monte.TEJEDERAS

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