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Encrucijada en Sevilla

Como el juego de la oca, la Liga es un laberinto infestado de trampas y matizado por los cambios de fortuna. Conocemos muy bien sus señas de identidad; si bien todos toman la salida en el mismo lugar del circuito, en realidad sólo compiten por el título quienes pueden cumplir cuatro condiciones inexcusables: tener un formato, estabilizar una velocidad de crucero, olvidar pronto los fracasos y ganar los duelos decisivos a los otros aspirantes. Por tanto, quien quiera superar la prueba debe eludir las emboscadas y resolver esos partidos de valor múltiple que reportan una prima doble, dos tonelad...

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Como el juego de la oca, la Liga es un laberinto infestado de trampas y matizado por los cambios de fortuna. Conocemos muy bien sus señas de identidad; si bien todos toman la salida en el mismo lugar del circuito, en realidad sólo compiten por el título quienes pueden cumplir cuatro condiciones inexcusables: tener un formato, estabilizar una velocidad de crucero, olvidar pronto los fracasos y ganar los duelos decisivos a los otros aspirantes. Por tanto, quien quiera superar la prueba debe eludir las emboscadas y resolver esos partidos de valor múltiple que reportan una prima doble, dos toneladas de autoestima y seis puntos de oro; los tres que suma quien gana y los tres que no suma quien pierde.

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Prisioneros en sus propias armaduras, los dos grandes duelistas de esta noche, el Sevilla y el Barcelona, son a la vez paladines y esclavos de su estilo. El anfitrión es, para empezar, un manual de disciplina. Sus futbolistas, tipos ásperos y bufadores, disfrutan del don de la inflexibilidad: han adquirido un compromiso con el entrenador y están dispuestos a cumplirlo hasta el último diente del adversario. Procedentes de distintos cuarteles, vienen de marcar el paso, tienen queroseno en la sangre y profesan una forma de eficacia que consiste en comportarse alternativamente como una brigada o como un dique. Sus tareas son el resultado de una invariable lógica espartana que empieza en una portería y termina en la otra. En este afán demoledor sólo se permiten la alegría de celebrar los goles. Como el material de fundición, los chicos del sargento Caparrós, desde Pablo Alfaro hasta Julio Baptista, valen más por su dureza que por su brillo.

Los de Frank Rijkaard no pisan el campo, sino el escenario. Su ficha es un pentagrama: vienen de una escuela en la que el valor del solista cuenta tanto como el valor del equipo; en su caja de cambios no hay marcha atrás, y sólo aceptan la salida por la cumbre. Obligados a sumar a la ética del esfuerzo la estética del juego, trabajan para espectadores que no se conforman con que el equipo gane: exigen una plusvalía de riesgo y otra de calidad. Sin perjuicio de la dureza de la alta competición, se encomiendan a Ronaldinho, Samuel Eto'o, Ludovic Giuly y a otros expertos en gimnasia rítmica. Por eso están condenados a vivir los dos extremos del drama. Una vez más, o faja o caja.

Esta noche, bajo la mirada oblicua del Madrid y el Valencia, los otros lobos dominantes de la tabla, deberán salvar la primera encrucijada del año y resolver una diabólica ecuación.

Deberán decirnos, con el lenguaje del músculo, si la Liga merece una prórroga hasta junio o si ya está guardada en los cofres del Camp Nou. La solución, mañana.

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