Columna

¡Oh, capitán!

Un estimable número de vascos fervorosos confía en que a lo largo del año 2005 se cumplan o se empiecen a cumplir las promesas de nuestro lehendakari. "Oh, capitán, mi capitán, Dios mío". No recuerdo si eran así los versos que Walt Whitman le dedicó a Abraham Lincoln, pero el país de los vascos y las vascas está pidiendo a gritos un poeta que cante la epopeya de su nacimiento. Porque lo que ya muchos de manera clara empiezan a sentir es que el nuevo año marcará el inicio de la cuenta atrás. El principio del fin, se supone. Claro que todavía falta (mucho, poco o algo) para llegar al cero...

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Un estimable número de vascos fervorosos confía en que a lo largo del año 2005 se cumplan o se empiecen a cumplir las promesas de nuestro lehendakari. "Oh, capitán, mi capitán, Dios mío". No recuerdo si eran así los versos que Walt Whitman le dedicó a Abraham Lincoln, pero el país de los vascos y las vascas está pidiendo a gritos un poeta que cante la epopeya de su nacimiento. Porque lo que ya muchos de manera clara empiezan a sentir es que el nuevo año marcará el inicio de la cuenta atrás. El principio del fin, se supone. Claro que todavía falta (mucho, poco o algo) para llegar al cero, pero todo se andará, no lo duden, los vascos fervorosos no se sumergen nunca en el mar de las duda.

Muchos sienten que el día en que por fin puedan ser legalmente ex españoles está cada vez más cerca. Es un hermoso sueño. Lo de dejar de ser lo que hemos sido sin quererlo ni pedirlo es un anhelo antiguo. Porque aquí no se trata de ser uno mismo, sino precisamente todo lo contrario. Se trata de ser otro diferente y mejor. No un tipo gris apellidado López o Fernández o Gonzalezmendi. Se trata de ser vasco, nada más, y tampoco nada menos, claro, que un ciudadano vasco perteneciente a un pueblo milenario. Es un bonito empeño, sobre todo si tenemos en cuenta lo que hemos sido hasta hace un telediario: la quintaesencia del irracionalismo ibérico.

En Los cornudos del viejo arte moderno, Salvador Dalí ofrece este consejo, gratis por una vez: "Pintor, no te empeñes en ser moderno. Es la única cosa que, por desgracia, hagas lo que hagas, no podrás dejar de ser". Pienso en los vascos fervorosos que ya sueñan con ser ex españoles. Uno lleva soñando lo mismo desde que tuvo uso de razón, y ni modo. Uno sale del portal de su casa bilbaína y se da de morros con el viejo Unamuno y toda su castiza vasquidad protonacionalista. Dice de él Pepín Bello: "No escuchaba a nadie. No dialogaba. No debía de escuchar a nadie nunca. Tenía una carencia total de humorismo. Un grupo de catedráticos amigos míos, que coincidió con él en Salamanca, al principio iba a gusto a las tertulias de don Miguel, pero al poco salió corriendo. Era un monólogo incesante y no siempre interesante, claro". Era Unamuno tan insufriblemente español y, en consecuencia, tan insoportablemente vasco (o al revés, tanto da). Nuestro pequeño país es el menos pasado por la Enciclopedia de una comunidad apenas rozada por la Ilustración. En España, donde no hubo educación hasta el advenimiento de la Institución Libre de Enseñanza todo estaba en manos de los curas. Los curas enseñaban, pero no educaban porque ninguno de ellos tenía educación. Nadie nos puede dar lo que no tiene. Pero la realidad desagradable asoma.

El pequeño país de los vascos, venero de sotanas, representa la matriz de lo ibérico. Euskadi independiente sería la ultraespaña. Si los vascos no fuésemos tan denodadamente celtibéricos, ese sí que sería otro plan, oh lehendakari, oh capitán, Dios mío.

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