Crítica:CRÍTICAS

Gays y multiculturalismo

En uno de sus primeros éxitos como actor, Sueños de seductor, Woody Allen vivía encandilado por el fantasma de Humphrey Bogart, que actuaba con él como una suerte de fantasmático mentor, maestro en seducciones y guía de vida. No menos solitario y acomplejado que Allen, Jimmi Mistry (le recordará el lector por su papel protagonista en El gurú del sexo) tiene en Un toque rosa otro inconfesable profesor / fantasma, Cary Grant (un plausible Kyle McLachlan), que es quien le marca el camino por el que debe discurrir su más bien atribulada existencia: hijo de una hermosa viuda in...

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En uno de sus primeros éxitos como actor, Sueños de seductor, Woody Allen vivía encandilado por el fantasma de Humphrey Bogart, que actuaba con él como una suerte de fantasmático mentor, maestro en seducciones y guía de vida. No menos solitario y acomplejado que Allen, Jimmi Mistry (le recordará el lector por su papel protagonista en El gurú del sexo) tiene en Un toque rosa otro inconfesable profesor / fantasma, Cary Grant (un plausible Kyle McLachlan), que es quien le marca el camino por el que debe discurrir su más bien atribulada existencia: hijo de una hermosa viuda indio-musulmana (Suleka Mathew, un descubrimiento) que vive en Canadá y que le ha inoculado su gusto por la comedia romántica clásica, su pasablemente confortable vida de feliz homosexual con pareja se ve convulsionada por la visita de una madre que nada sabe de los devaneos sexuales de su hijo y que, como es norma, ansía verlo casado, y, a ser posible, feliz futuro padre de un inminente retoño.

UN TOQUE ROSA

Dirección: Ian Iqbal Rashid. Intérpretes: Jimmi Mistry, Kyle McLachlan, Kristen Holden-Ried, Suleka Mathew, Brian George. Género: comedia romántica. Canadá-Reino Unido, 2004. Duración: 92 minutos.

Con estos mimbres, más la inquietante presencia del fantasma de Grant, Un toque rosa discurre por los amables moldes de la comedia heterosexual al uso con la pequeña salvedad de que la pareja no está compuesta por seres de dos sexos diferentes. La hace un poco menos previsible de a lo que parece condenada por sus apriorismos (por ejemplo, no hacer una crítica feroz de ninguna institución, matrimonio incluido) la reflexión irónica sobre el hecho de que, a la postre, Cary Grant no puede ser más que un modelo cinematográfico para blancos, no para musulmanes indios.

Y luce, en fin, un cierto desparpajo que la hace, de a ratos, interesante, pero sólo a condición de no pedirle lo que no es capaz de ofrecer, que es como decir que no se le puede exigir que transgreda unos límites bien precisos y sólidamente anclados en el deseo de no molestar, de aparentar buenos modales, de hacer de los gays unos chicos impagablemente dulces y buena gente, angélicos casi.

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