Tribuna:

Una nueva historia de dos ciudades

En su Historia de dos ciudades, Dickens dio forma novelesca al horror de Burke ante la Revolución Francesa. Ambos estaban de acuerdo en que era mejor soportar las debilidades humanas corrientes que intentar dar un gran salto hacia una utopía imposible que, inevitablemente, debía despertar las más bajas pasiones. Contaban con la bondad del corazón humano, además de la autoridad para sancionar a los muchos perdedores de la historia y la religión para consolarles.

¿Se han quedado totalmente obsoletos los argumentos del siglo XIX? Es verdad que hasta el Opus Dei evita mencionar a Don...

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En su Historia de dos ciudades, Dickens dio forma novelesca al horror de Burke ante la Revolución Francesa. Ambos estaban de acuerdo en que era mejor soportar las debilidades humanas corrientes que intentar dar un gran salto hacia una utopía imposible que, inevitablemente, debía despertar las más bajas pasiones. Contaban con la bondad del corazón humano, además de la autoridad para sancionar a los muchos perdedores de la historia y la religión para consolarles.

¿Se han quedado totalmente obsoletos los argumentos del siglo XIX? Es verdad que hasta el Opus Dei evita mencionar a Donoso Cortés, que pensaba que el Estado tenía la obligación de erradicar la impiedad. En Estados Unidos, los antagonistas más fervientes de nuestro limitado Estado de bienestar prefieren no proclamar su darwinismo social en voz demasiado alta. Prefieren la expresión "conservadurismo compasivo", que evoca la creencia de los protestantes americanos de que un buen carácter es más importante que un buen trabajo.

Las eras históricas sólo están claramente definidas en los libros de texto. En realidad, las épocas se superponen. Lo viejo regresa con formas nuevas. El duro conservadurismo del siglo XIX se volvió asesino en el fascismo. Las ideas de progreso se hicieron demoniacas en el estalinismo. Los liberales y los demócratas radicales se enfrentaron durante la primera parte del siglo pasado en una extraordinaria repetición de combates decimonónicos. Sin embargo, desde hace medio siglo, los pensadores de Estados Unidos y Europa occidental declaran que sus sociedades son la vanguardia de la humanidad. La espléndida escritora estadounidense Mary McCarthy, que, en un principio, pensaba que el New Deal era demasiado tímido, posteriormente dijo que los barrios residenciales en el Estados Unidos de la posguerra eran la prueba de una revolución social. La mejora del nivel de vida a partir de 1945 y el consenso entre liberales, socialcristianos, radicales y socialistas sobre las protecciones sociales del Estado de bienestar hicieron que nuestras democracias plebiscitarias de consumo parecieran verdaderamente un modelo verosímil para el mundo. El estalinismo y el neo-estalinismo imperaban en el centro y el este de Europa, el Tercer Mundo vivía asolado por la enfermedad, el hambre, la pobreza y la tiranía. Japón parecía un experimento único, que aunaba la tradición y la electrónica. La China comunista estaba oculta en la niebla de Mao. Europa occidental y Estados Unidos tenían peleas de familia, no el intenso conflicto que ahora presenciamos. Hasta Kissinger y Nixon les parecían tolerables a los europeos.

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El tumulto de los años sesenta sacudió nuestras sociedades, pero los que protestaban renunciaron pronto a lo más fundamental de sus protestas. Apareció la democracia parlamentaria, y ellos la fortalecieron al aceptar sus reglas. De aquella época surgieron veteranos como Clinton, González, Schröder, D'Alema, Straw o Jospin, que no constituyen precisamente una junta revolucionaria internacional. Ahora, una fotografía histórica de mediados o incluso finales de los noventa parece casi idílica. Nuestras sociedades afrontan conflictos internos que amenazan su estabilidad. La "guerra contra el terror" es un término que no expresa más que el fracaso intelectual de sus autores. El "terror" no es un movimiento histórico, es una técnica empleada por diversos movimientos que sólo comparten el odio desesperado a la homogeneización del mundo. El hecho de que la clase dirigente estadounidense y sus aliados de otros países centren su atención en la "guerra contra el terror" es una distracción histórica descomunal.

¿Qué ha ocurrido? Que se ha producido una contraofensiva capitalista, ideológica e institucional contra las conquistas morales del Estado de bienestar. El gran partido que simbolizó su triunfo en la posguerra, la socialdemocracia alemana, está en crisis. Cuanta más aprobación merecen sus "reformas" por parte de los banqueros y empresarios alemanes, más miembros y votantes pierde. El Partido Demócrata estadounidense promete la redistribución cuando está en plena refriega electoral, pero se olvida de ella cuando gana. Los partidos socialcristianos (y los conservadores británicos de Macmillan y Heath, o los republicanos estadounidenses de Eisenhower y Nixon) estaban tan deseosos de proteger el Estado de bienestar como sus adversarios. Ahora, están tan desorientados como los socialistas y los socialdemócratas.

Hoy, un coro de expertos bien remunerados informa al público occidental de que no hay más alternativa que hacer una reducción drástica del nivel de vida. El Estado de bienestar se justificó, hace cincuenta años, por razones de eficacia. Era necesario extender el consumo para permitir que la economía siguiera funcionando, y había que conjurar el peligro de los atractivos del comunismo. Los partidos socialcristianos y socialistas no supieron desempeñar su labor pedagógica. En teoría, estaban a favor de extender la ciudadanía a los ámbitos económico y social. En la práctica, se conformaron con lo que supusieron, erróneamente, que serían unas rentas nacionales en constante aumento. Ahora, ante los argumentos sobre competitividad y demografía, los partidos que antes defendían la economía social de mercado permanecen mudos. Nada impide que el cálculo de costes y beneficios penetre en todas las áreas de la cultura y la sociedad: la educación, la asistencia sanitaria, la jubilación, todo el sector público. Siempre habrá alguna zona del mundo en la que la producción de bienes y servicios sea más barata que en las democracias industrializadas, por lo que no existen límites para la reducción de los salarios ni la eliminación de puestos de trabajo.

Los ciudadanos occidentales, al ver a sus Gobiernos desprovistos de ideas para dar la vuelta a la situación, han reaccionado con su propia forma de parálisis política. Han dejado de votar, un problema de Estados Unidos, pero que se ve cada vez con más frecuencia en Europa. La política les parece corrupta o lejana, y las tonterías de los políticos, que son conscientes de que influyen poco en las decisiones de los dueños de los mercados, parecen confirmar su impresión. La hostilidad de los europeos hacia el proyecto de Europa tiene un extraño parentesco con la antipatía de los estadounidenses respecto al "Gobierno".

No obstante, la retirada no es la única respuesta visible. Cada vez se observan más indicios de una vuelta indignada a la privatización, el deseo a achacar a los demás las responsabilidades sociales, y la propensión a la xeno

fobia. La reacción negativa que despierta la Unión Europea procede, en gran parte, de su papel simbólico como sustituta del control político que ya no tienen las naciones modernas sobre su destino económico. La reacción habitual de Estados Unidos ante las amenazas externas, la ONU o las críticas extranjeras es parecida: la hostilidad hacia un mundo que se inmiscuye. Mientras tanto, la modernidad laica, con su promesa de nuevas opciones culturales, se ha convertido en una pesadilla. Marcuse hablaba de la 'des-sublimación represiva'. Represiva o no, la comercialización de la pornografía es un factor tan importante en el mercado mundial como la fabricación de automóviles. La difusión de metahistorias apocalípticas y llenas de conspiraciones (como El código Da Vinci) y los límites impuestos por el Gobierno estadounidense a la investigación científica (en deferencia a nuestros fundamentalistas) presagian una crisis cultural sin precedentes. El aumento de las desigualdades educativas acarrea el analfabetismo científico para gran parte de la sociedad, y los científicos -desvinculados de la política democrática- son los nuevos mandarines. Es verdad que en Estados Unidos estas tendencias son, si no más señaladas, sí más visibles que en otros lugares. Un gran sector de la población vive en el siglo XIX, nuestra clase política vive en el XX, y la élite económica, en el XXI. A esto hay que añadir las tensiones causadas por la inmigración. La llegada anual a Europa de cientos de miles de personas, procedentes de culturas muy diversas, supone problemas que la política convencional no había previsto. El traslado del campesinado europeo a las ciudades, a finales del siglo XIX, fue un caso similar, y engendró el nacionalismo de hace cien años. Estados Unidos está acostumbrado a asimilar inmigrantes, a base de arrojarles de lleno en el todos contra todos que constituye gran parte de nuestra vida social. Un factor explosivo, en ambos continentes, que podría acabar desencadenando una verdadera guerra de civilizaciones, una guerra iniciada por Occidente. La catástrofe a la que podría conducir esta combinación de fuerzas no tiene por qué hacerse realidad. Es posible contenerla con políticas alternativas. Ahora bien, suponer que Occidente es una isla de estabilidad y coherencia en un mar de desorden es absurdo. La guerra cultural que ocupa un lugar tan importante en la política estadounidense, los conflictos europeos acerca del ingreso de Turquía y la concepción de una Europa 'cristiana' son pruebas de que se ha terminado el consenso moral. Un Occidente lleno de divisiones internas tendrá dificultades para planear su coexistencia con otras civilizaciones. En vez de advertir a los asiáticos y los árabes que deben satisfacer nuestros criterios, podríamos reflexionar un poco sobre nuestras propias inseguridades a propósito de nuestra vida.

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