Columna

Espectacular

Veo el tenis por televisión, un acontecimiento heroico en todos los sentidos: una pista de tenis para 27.000 espectadores en una cartuja, lugar que suena a silencio y retiro, y el gran sacador mundial, Roddick, de Nebraska, que lanza la pelota a 250 kilómetros por hora, y, en el aire denso de Sevilla, en tierra batida, a orillas de un río lento y a nivel del mar (todo estudiado desde un punto de vista científico para limitar al tenístico bateador bestial de Nebraska), ha alcanzado los 239 kilómetros y ha caído frente al manacorí Nadal, quizá el campeón de la Copa Davis más joven de la historia...

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Veo el tenis por televisión, un acontecimiento heroico en todos los sentidos: una pista de tenis para 27.000 espectadores en una cartuja, lugar que suena a silencio y retiro, y el gran sacador mundial, Roddick, de Nebraska, que lanza la pelota a 250 kilómetros por hora, y, en el aire denso de Sevilla, en tierra batida, a orillas de un río lento y a nivel del mar (todo estudiado desde un punto de vista científico para limitar al tenístico bateador bestial de Nebraska), ha alcanzado los 239 kilómetros y ha caído frente al manacorí Nadal, quizá el campeón de la Copa Davis más joven de la historia, otro récord, como es un récord que la pareja de dobles americana sea una pareja perfecta, extrema, absolutamente acoplada, igual, gemelar, Bryan y Bryan, hermanos de Camarillo, California. Y las cámaras televisivas sirven a 160 países, con más de 26 millones de telespectadores, otra plusmarca. Y hay 400 periodistas para un sólo aseo, según informaba ayer heroicamente S. F. Fuertes en este diario.

Son 27.000 asientos, pero no había entradas en Sevilla. Esto no es raro, porque el campeonato tenístico es un acontecimiento cosmopolita, mundial, y el mundo es hoy una única oficina gigantesca, y Sevilla es una terminal de los aeropuertos de Miami o Londres o Hong Kong. La final de tenis se vende en todas las capitales del planeta. Es una operación turística y publicitaria universal. Los campeonatos deportivos internacionales son una ocasión de resplandor para los jerarcas económicos, políticos y culturales, y, como en la antigua Roma, todavía existen el prefecto de la ciudad, los superintendentes de mercados y acueductos, los comisarios del río y las alcantarillas, los funcionarios portuarios y de los edificios públicos, y el director general de las estatuas. Y todo ha sido multiplicado por cuatro, porque ahora todo es mundial, nacional, regional y local.

Esta revolución mundializadora o globarizadora, el triunfo rotundo del internacionalismo, no es incompatible con el delirio colectivo patriótico. Ha habido en Sevilla muchas banderas, barras y estrellas, y el archipatriótico rojigualda, y el toro negro sobre rojo y gualda, y el verdiblanco neopatriótico andaluz. Esto es apasionante, milagroso, feliz: ¡El 51 adelanta al 2, Nadal sobre Roddick! Los tenistas son un ejemplo de énfasis físico, respiratorio, concentración y explosión, héroes hipersensibles y de un temple de hierro, con sus rictus, miradas y tics terribles, y su aspecto de adolescentes descentrados o de piratas esponsorizados. La tensión alcanza a los espectadores, que llevan toda la vida luchando por una entrada, la conquista de una localidad, el triunfo de un asiento en la final mundial, cuestión en la que intervienen el azar y la situación social y familiar: es un problema de sociobiología, como la existencia humana en su conjunto. Este aspecto físico, agónico, se espiritualiza en los tonos rojo-salmón-naranja del ladrillo molido de la pista, y en el verde noble de los palcos VIP, con el punto amarillo de la pelota peluda, una especie de feroz bola navideña. El elegante día lluvioso de Sevilla era gigantescamente, mutantemente wimbledoniano.

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