Columna

En Alicante

Alicante está muy lejos de Valencia aunque solo medien cien minutos en Euromed o en autopista. Y esto sucede porque la suya es una lejanía misteriosa; también la libérrima distancia que surge de un viejo vivir de espaldas. Entre Alicante y Valencia la proximidad y lo remoto se juntan en una danza sugerente pero también fría, y yo creo que termina ganando la recíproca extrañeza. Para confusión de los políticos vertebradores y para dolor profundo de los que aman las identidades colectivas.

Pasé allí tres días y Alicante me hizo señas de ciudad estado. Como si aún retuviera algo de la Grec...

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Alicante está muy lejos de Valencia aunque solo medien cien minutos en Euromed o en autopista. Y esto sucede porque la suya es una lejanía misteriosa; también la libérrima distancia que surge de un viejo vivir de espaldas. Entre Alicante y Valencia la proximidad y lo remoto se juntan en una danza sugerente pero también fría, y yo creo que termina ganando la recíproca extrañeza. Para confusión de los políticos vertebradores y para dolor profundo de los que aman las identidades colectivas.

Pasé allí tres días y Alicante me hizo señas de ciudad estado. Como si aún retuviera algo de la Grecia antigua; de su verdad de roca y de mar. De sosegados acentos. Alicante guarda su mapa íntimo y transfronterizo a un tiempo, como todas las ciudades del mundo, y ese mapa, claro, no es el de las cartografías, sino otro, más complejo y caprichoso. Alicante, me dije, es el recoleto Montevideo de una Buenos Aires que es Valencia. Y por el medio no pasa el río de la Plata, sino las sierras de Aitana y la selva civilizada de la Ribera, la Marina y la Safor.

Luego también sentí que Alicante se parece más a Barcelona que a Valencia, como si compartiera con la capital de Cataluña una mediterraneidad más mesurada. Con su Tossal / Tibidabo y su Benacantil / Montjuic. Y hasta elucubré que Alicante tiene más que ver con la cercana Murcia, con la ribera del Segura, con los secos campos y montes del sureste y de Azorín, que con el resto de la provincia. Y de ahí, de nuevo, volví a la ciudad estado. Como si Alicante se bastara con su fachada marítima, con sus montes republicanos, con su alma portuaria, con su tráfago de ingleses y argelinos. Vi una ciudad cosmopolita y universitaria, atendida por muchos aviones, pacíficamente dimitida de otras responsabilidades rectoras. A Orihuela le cedió la metafísica, a Elx la vieja costumbre ibérico-romana, a Alcoy una valencianidad más inocente y raigal, y a Benidorm la rebelión de las masas. Y no sé si también encontré un Alicante que todavía es el de Miguel Miró en sus horas más marinas y lentas.

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