Columna

La máscara de laurel

Camps es inescrutable y a Zaplana se le ven hasta los forros: lo cuenta todo, por el teléfono, los ojos y los actos. Y es un capitán araña de cuidado, como resulta más que notorio. Ayer, poco antes de que de que se pusiera en marcha el congreso regional del PP, en Castellón, el cronista recibió dos llamadas telefónicas: la primera, sonaba a susurro, entre conspirativo y resignado; la segunda, a voces ininteligibles y cubertería de campaña. Y aunque las audiciones de sus interlocutores y de los respectivos móviles eran confusas, percibió un mar agitado de contradicciones y hasta de fracturas. L...

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Camps es inescrutable y a Zaplana se le ven hasta los forros: lo cuenta todo, por el teléfono, los ojos y los actos. Y es un capitán araña de cuidado, como resulta más que notorio. Ayer, poco antes de que de que se pusiera en marcha el congreso regional del PP, en Castellón, el cronista recibió dos llamadas telefónicas: la primera, sonaba a susurro, entre conspirativo y resignado; la segunda, a voces ininteligibles y cubertería de campaña. Y aunque las audiciones de sus interlocutores y de los respectivos móviles eran confusas, percibió un mar agitado de contradicciones y hasta de fracturas. Los delegados a estos eventos no suelen ser corredores de fondo ni melómanos impenitentes, así es que no suelen aguantar el paso hasta el final, ni están educados para soportar el virtuosismo de Mozart, si a la vuelta de cualquier pasillo, alguien les tienta con el último chiste de Rajoy. Ni Olimpia ni la ópera tienen el tirón de Aznar y sus muñecos. Por eso ni la antorcha ni la batuta son garantía de fidelidad. Y aun menos cuando Francisco Camps ha desplegado cautelosa y paulatinamente toda su fascinación política, y ha dejado inermes, cautivos y hechos unos zorros a sus adversarios, que a última hora, aún dudaban entre una candidatura alternativa a la oficial, un recomendable ejercicio de democracia interna, y una más que hospiciana lista de integración. José Joaquín Ripoll, presidente de la Diputación de Alicante, más ágil y práctico, se balanceó entre ambas opciones, sin desdeñar ninguna, hasta última hora, De España, presidente de las Cortes, más tardón e indeciso, andaba a su aire, que es aire de avales, vaciles y vacilaciones. Hay que ver cómo sólo con su gesto inexpresivo y una leve sonrisa a lo Monna Lisa, el molt honorable Camps ha dispersado y hasta indispuesto a los insurgentes de la provincia de Alicante, el último bastión del zaplanismo, que ve así desinflados aspiraciones y propósitos, a pesar de su nada despreciable contingente de figuras y figurines. Pero Camps no parece nada impresionado, se mantiene íntegro y no cede ni a cuotas ni a amenazas. Se sabe además el elegido de Rajoy, y cuenta con Castellón, con Valencia y con algunas comarcas alicantinas, y con quien decida en apurada instancia pasarse a sus filas con todo su bagaje. El presidente del Consell exhibe su decisión de no aceptar más presiones, de las que ya ha padecido a lo largo de año y medio. Y quiere, en uso de sus facultades, remodelar su propio gobierno, sin que se le dicten nombres ni consignas. El argumento de lo que ahora están en la cuerda floja, atacados de los nervios, es el argumento del miedo: si no se toman acuerdos, el PPCV puede perder la Generalitat en las próximas elecciones. Y si se toman, también. La crisis de los populares es demasiado profunda y tan ostentosa que no se apaña con ungüentos de urgencia. El cronista está convencido de que Camps saldrá hoy del congreso con la máscara de laurel bien calada. Se la ha trabajado en circunstancias muy difíciles, por encima de zancadillas y desaires. Veremos qué ha cedido cada quien, y hasta dónde Mariano Rajoy ha tenido que poner tiritas. Aunque ni con cirugía mayor se arregla ya tanta tripa rota.

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