Columna

Y viceversa

El ex presidente del Valencia Jaime Ortí ha recibido estos días un sentido homenaje por sus años en el club, en los que se han alcanzado notables éxitos deportivos. En ese acto se exaltó su figura, se sobredimensionaron sus cualidades e incluso hubo lágrimas. También yo quisiera unirme, de algún modo, a este coro de despropósitos, puesto que en el aspecto directivo su presidencia ha sido de las más grises e inestables que ha vivido el club. Y eso no es ningún demérito sino todo lo contrario, ya que refuerza la teoría de que cuanto mayor es el desequilibrio del consejo de administración, mejor ...

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El ex presidente del Valencia Jaime Ortí ha recibido estos días un sentido homenaje por sus años en el club, en los que se han alcanzado notables éxitos deportivos. En ese acto se exaltó su figura, se sobredimensionaron sus cualidades e incluso hubo lágrimas. También yo quisiera unirme, de algún modo, a este coro de despropósitos, puesto que en el aspecto directivo su presidencia ha sido de las más grises e inestables que ha vivido el club. Y eso no es ningún demérito sino todo lo contrario, ya que refuerza la teoría de que cuanto mayor es el desequilibrio del consejo de administración, mejor funciona el equipo, y viceversa. Así está acreditado en el genoma del pueblo valenciano, que dio su siglo de oro una vez se había desguazado políticamente el reino, y así se podría explicar la trayectoria del equipo, que se ha precipitado desde la cumbre del universo al fondo del contenedor, donde se ahoga con sus propios lixiviados. El Valencia, con Juan Soler en la presidencia, ha alcanzado seguridad, pero el equipo, como un vaso comunicante, ha absorbido el mal rollo del consejo de administración. Se ha vuelto inestable, y entre sus prioridades ya no está la necesidad de forzar victorias para que no se descalabre el club y ellos con él. Ahora el Valencia es un equipo mediocre y Ortí, mientras espera la alta distinción de la Generalitat, pontifica en las tertulias de la tele lo mismo sobre la droga que los tratados del GATT, como si fuese el Román Gubern de Aldaia. Así es la vida. Incluso mi lápida de aficionado lleva inscrito el rostro de ese repentino intelectual. El valencianismo terminó para mí el día que lo vi con una peluca de color naranja y un abanico hortera y gigante, que empuñaba con la misma solemnidad que si fueran las tablas de Moisés, guiando a la hinchada hacia la tierra prometida. Ese día comprendí que la pureza de la memoria de mi infancia corría riesgo y salté en marcha para que no me arrollara esa reata cabría que redundaría con el doblete. Esa estampa redentora del payaso más siniestro del imaginario occidental rompió la vidriera colorista que habían sustanciado en mi cabeza los cromos de los jugadores de los años sesenta y el pegamento Imedio. La estética me lo dio; la estética me lo quitó. Y ahí estamos.

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