Tribuna:

Cómo empeorar la imagen valenciana

¿Se imagina Vd. a un alcalde educado y contemporizador como Ruiz Gallardón aceptando que una avalancha de valencianos, arqueados y azulencos, con aspecto de extraterrestres simiescos por la incomodidad de lo autobuses gratuitos, pringue la calle Ferraz, el 15 de octubre, con ascuas y condimentos paelleros para protestar por la cancelación del trasvase del Ebro? Y, por añadidura, ¿qué insondable mezcla de extrañeza e indignación sentirán los sufridos empleados municipales de la limpieza de Madrid al tener que arrancar laboriosamente la costra con que este tipo de celebrantes suele decorar el pa...

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¿Se imagina Vd. a un alcalde educado y contemporizador como Ruiz Gallardón aceptando que una avalancha de valencianos, arqueados y azulencos, con aspecto de extraterrestres simiescos por la incomodidad de lo autobuses gratuitos, pringue la calle Ferraz, el 15 de octubre, con ascuas y condimentos paelleros para protestar por la cancelación del trasvase del Ebro? Y, por añadidura, ¿qué insondable mezcla de extrañeza e indignación sentirán los sufridos empleados municipales de la limpieza de Madrid al tener que arrancar laboriosamente la costra con que este tipo de celebrantes suele decorar el pavimento público?

Porque una cosa es que en la propia Valencia, sin que dejen de indignarse numerosos ciudadanos, las autoridades municipales tengan manga ancha ante las paellas callejeras de los falleros, y otra que se exporte una imagen tan pintoresca y negativa para una sociedad empeñada en modernizarse. Y con un empeño, por otro lado, próximo a los de los antiguos Montes de Piedad.

Dentro de la tolerancia discutible que permite a los festeros tomar nuestra capital autonómica durante las fiestas de San José, ocupando más espacio del necesario para erigir los catafalcos -positivos, entre otras cosas, para el turismo-, los guisos a la intemperie incluso podrían tener cierta justificación. Si no fuera porque, normalmente, los organizadores, cocineros y comensales dejan el escenario del festejo gastronómico sembrado de desperdicios, y son los antaño denominados barrenderos, dependientes, eso sí, del Ayuntamiento, quienes han de limpiar.

Por otra parte, quien se haya sorprendido tomando una buena paella valenciana en Madrid sabe que una de las condiciones para que este famoso plato alcance su calidad óptima está precisamente en nuestras aguas. Unas aguas que algunos restauradores, como los de la Casa de Valencia en la metrópoli, al menos hace años, llevaban a sus despensas desde la ciudad del Turia. La libertad de manifestación es una de las condiciones básicas de la democracia, y los partidarios del trasvase del Ebro tienen todo el derecho a insistir en su desacuerdo. Pero quienes capitalizan la protesta aguanosa y arrocera, esgrimiendo un valencianismo de ripio y cartón piedra, son bien conocidos por sus orígenes, de extrema derecha, cuyo fracaso absoluto les hizo emboscarse entre espejismos localistas, colorines y trabalenguas.

De plasmarse, como parece, esa manifestación casi androide, la paella pasará de ser un atractivo gastronómico y turístico, en cierto modo con denominación de origen, a formar parte de un espectáculo grotesco, con derivaciones escatológicas. Pocos ciudadanos de fuera de nuestra Comunidad comprenderán que unas reivindicaciones airadas se celebren con una comida a la intemperie, empuñando tenedores y cucharas. Así, el acto contribuirá a la darle una pincelada folclórica más a un pueblo que, en los últimos años, a nivel cultural, bajo gobiernos autonómicos de distinto signo, ha creado infraestructuras y redes de difusión nada desdeñables. Algunas de ellas -compensando determinados delirios de grandeza que han causado hilaridad en el exterior-, de proyección internacional. Como la misma paella, cuando se cocina bien, con leña, el agua y los ingredientes idóneos, lejos de la polución callejera y sin la mala uva que caracteriza a los ultras, de un extremo u otro.

Lo peor podría ser que, por la escasa racionalidad que han demostrado, los proveedores confundan los recodos aragoneses del Ebro con los contaminados de Flix, y los comensales caigan como mosquitos pulverizados con aquel viejo Flit. Tampoco sería de extrañar que, a semejanza de cierto pasaje de El virgo de Visenteta, todo acabara en un concurso de aerofagia. Con convocatorias tan esperpénticas, la vertebración de nuestra Comunidad y de ésta con España sufre un nuevo revés, y se deja a nuestro territorio autonómico por los suelos.

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Fernando Arias es escritor.

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