APROXIMACIONES

La sombra dilatada de Kafka

En 1945, solía pasar breves temporadas en la entonces bella y florida ciudad de Cuernavaca, a una hora por carretera de la ciudad de México, con mi viejo amigo y mentor don Alfonso Reyes. He descrito al gran escritor (el mejor prosista de la lengua española en nuestro tiempo, según Jorge Luis Borges) como un hacendoso gnomo que escribía todas las madrugadas de 5 a 7 y luego tenía tiempo de sobra para charlar, leer, recordar, deleitarse al paso de las mujeres... Que es precisamente lo que hacíamos los dos -él de 55 años, yo apenas de 16- sentados todas las tardes en el café del Hotel Maryk, hoy...

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En 1945, solía pasar breves temporadas en la entonces bella y florida ciudad de Cuernavaca, a una hora por carretera de la ciudad de México, con mi viejo amigo y mentor don Alfonso Reyes. He descrito al gran escritor (el mejor prosista de la lengua española en nuestro tiempo, según Jorge Luis Borges) como un hacendoso gnomo que escribía todas las madrugadas de 5 a 7 y luego tenía tiempo de sobra para charlar, leer, recordar, deleitarse al paso de las mujeres... Que es precisamente lo que hacíamos los dos -él de 55 años, yo apenas de 16- sentados todas las tardes en el café del Hotel Maryk, hoy desaparecido pero, en aquel entonces, un albergue hermoso de aspecto provenzal, con café frente a la, entonces también, plaza de laureles y con otro bello jardín interior, rodeado de habitaciones, a espaldas nuestras.

La Praga de Kafka se funde en el Dublín de Joyce que es La Mancha de Cervantes que es la Biblioteca de Babel de Borges

En una ocasión, sentados en el café frente a la plaza, ocupó la mesa vecina un hombre fornido, barbado, de ojos inquisitivos y tez encendida que empezó a pedir, en castellano pero con acento inglés, un mezcal tras otro. Asombrados, Reyes y yo perdimos la cuenta de las copas del implacable licor del maguey, la "century plant" en inglés. Nombre -"century"- que comenzó a invocar, litúrgicamente, nuestro bebedor vecino, antes de brindarle al sol y recitar: "Hell hath no limits, nor is circumscribed / In one self place, for where we are is hell, / And where hell is, must we ever be".

El recitante y bebedor le brindó al jardín, murmuró en castellano acentuado, "Cuide este jardín... no deje que sus hijos lo destruyan", dudó entre pagar e irse, dejó un billete azul y se marchó con paso incierto.

-¿Qué cosa recitó? -le pregunté a Reyes-.

-Marlowe. El Dr. Fausto, me parece.

-¿Quién sería?

Reyes se encogió de hombros y me invitó a ver un programa triple de películas de vaqueros en el vecino cine Ocampo. Manifesté mi escaso interés.

-Te equivocas -me dijo don Alfonso-. El western es la épica contemporánea. Homero está ahora en el cine del Far West.

Con tan ingentes razones, me soplé las cuatro horas de cowboys Aquiles mientras Reyes encontraba situaciones universales y resonancias griegas en cada cabalgata que pasaba por Monument Valley, Arizona.

Pero, ¿quién era el bebedor que recitaba a Marlowe en Cuernavaca? Pocos días después leí en la prensa de la Ciudad de México que un escritor inglés había sido expulsado de México por culpas -"mala conducta, borrachera"- cometidas en 1938. La borrosa foto de un hombre en los jardines Borda de Cuernavaca podría o no ser la de nuestro compañero de café. Pero años más tarde, cuando por fin leí Bajo el volcán, no pude olvidar esa secuencia biográfica que ya no era, en la novela, la de la hora vivida con Alfonso Reyes en 1946. Cuernavaca ya no era Cuernavaca. Había revertido, en la novela, a su nombre indígena, Cuauhnáhuac, "El lugar junto a los árboles". La calle Humboldt era ahora la calle Nicaragua. Pero la cantina El Farolito seguía allí, con el mismo nombre. Aunque Geoffrey Firmin era ahora Malcolm Lowry. O Malcolm Lowry, Geoffrey Firmin.

Si evoco esta experiencia es porque el magnífico libro de Nuria Amat me la suscitó, junto con mil más que no terminaría de recordar en este breve prólogo. Pero ese lejano incidente en Cuernavaca/Cuauhnáhuac volvió a introducirme en la magia perenne de la literatura, que consiste en duplicar al mundo, basándose en la "realidad" (Cuernavaca, Lowry, El Farolito) para crear una realidad paralela (Cuauhnáuhac, Firmin, El Farolito) sin la cual, desde ahora, la primera realidad no sería comprensible. No hay Elsinore sin Hamlet. No hay La Mancha sin Quijote.

Y no habría mañana turbia en Praga sin Gregor Samsa y Franz Kafka, ni 16 de junio de 1904 en Dublín sin Leopold Bloom y James Joyce. O sea, las fronteras entre lo vivido y lo escrito son el tema de Todos somos Kafka, pero como el título lo indica, entre lo vivido y lo escrito hay muchísimas puertas, aduanas, puestos de frontera, límites físicos y oníricos. En el habla cotidiana, los llamamos libros y bibliotecas: puertas. Por ellas entran y salen autores y personajes. Pero ni los espacios se reducen a lugares ocupados por cosas ni los autores y sus personajes se corresponden de una manera convencional o, inclusive, lógica.

A menos que, conducidos por Nuria Amat, le demos a la lógica -razonamiento válido, inductivo o deductivo- otra dimensión, la imaginativa, que es la manera de razonar en literatura; la imaginación, que es el nombre del conocimiento en literatura, la dimensión poética de las cosas, equivalente a las ligas entre todos los aspectos de lo real. La lógica, por necesidad (lógicamente) es unívoca. La poética, por naturaleza, es plurívoca. La lógica no tolera más de una verdad. La Mancha es una provincia del centro de España. La poética demanda múltiples verdades. La Mancha es una provincia de la imaginación. La geografía circunscribe, como el infierno de Marlowe. La imaginación dilata, como en los espacios aquí evocados por Nuria Amat, sólo para fundirse unos en otros creando un gran espacio de la imaginación activa. La Praga de Kafka se funde en el Dublín de Joyce que es La Mancha de Cervantes que es la Biblioteca de Babel de Borges.

Cuanto llevo dicho tendría su

propia lógica, que es la de la tradición generando creación y de la creación heredando tradición. Sólo que, con sutileza y una pizca de maldad, Nuria Amat añade a la relación autor-lector, biblioteca-libro, escritura-lectura, una acompañante, un fantasma femenino que interrumpe, a veces diabólicamente, las secuencias tanto lógicas como imaginarias, plantándose en el centro de la página (que tiene forma de cama, nos recuerda Nuria) para enredar, complicar, sublimar, asesinar, gestar de nuevo, bautizar y despojar de nombre, empeñar y engañar, preñar y castrar, a cada línea escrita por cada autor que haya existido para cada lector que haya, a su vez, existido pero que, sobre todo, existe o existirá.

Pero el libro se inicia cada vez que el lector lo abre y lee. El primer lector del Quijote es el siguiente lector del Quijote. Nuria Amat no acepta que las cosas sean tan agradables y sencillas como esta secuencia. Entre libro y lector, entre autor y biblioteca, ella interpone una figura, en el sentido prístino que le daba Hölderlin -parte de un diseño que desconocemos, que se está formando en silencio y a oscuras: tela de Penélope, narración de Cherezada-.

Esa figura es la mujer de la narración, a veces personaje de la obra, a veces mujer o hija o amante del autor, siempre la otra narradora invisible que nos dice ese algo más que a simple vista no está en lo que leemos. Que el escritor es siempre muchos escritores. Que a un escritor lo hacen muchos escritores. Que el escritor que deja de escribir no tiene más recurso que convertirse él mismo en libro. Que la aspiración grande y real del escritor es convertir al lector en enemigo. Que el escritor propone alianzas con los lectores, pero no complicidades. Que los escritores son bibliómanos que de otra manera no se harían de un libro. Que las cartas contagian: quien pasa su vida leyendo cartas se convierte en carta. Y el que se la pasa leyendo libros, se convierte en libro.

¿Qué tiene todo esto que ver con Kafka? Precisamente: todo esto. Franz Kafka, en la mirada interpósita de Nuria Amat que es la mirada perdida de Felice, de Milena, de Dora, las mujeres de Kafka, es un autor de testamentos. Lega. Hereda. Pero quiere quemar lo mismo que quiere heredar. ¿Quién salvó del fuego a Kafka? ¿Su legatario Max Brod, que estaba allí para hacer lo que hizo, a sabiendas, acaso, del propio Kafka? ¿Los muertos del cementerio de Praga, que necesitaban a un autor que los representase a todos? ¿Todos los seres aislados del mundo que en Kafka encontraron a su compañero? ¿Los fracasados que en Kafka ven el genio de la mediocridad? ¿Los artistas frustrados que terminan siendo escritores porque Kafka les hace comprender que ser un escritor es "ser un artista permanentemente frustrado"? ¿Todos los que al leer a Kafka se van muriendo sin darse cuenta? ¿Todos los que como Kafka apuestan a la inmortalidad mediante petición de no dejar rastro de su mortalidad?

Sí, todo ello, pero sólo a condición de que Nuria Amat se convierta en la mujer literaria de Franz Kafka y le asegure al autor que ella se encargará de "enterrar para siempre todos los libros existentes y posibles" a fin de admitir que "su literatura nos convierte en desheredados de la literatura".

Entonces, todos seremos Kafka, el escritor indispensable del siglo XX, el escritor que lo dijo todo para nuestro tiempo y lo dejó todo por decir para todos los tiempos. Nuria Amat bendice en este libro a Franz Kafka y le regala dos inmortalidades: la del amor y la del silencio. ¿Era ese hombre del café de Cuernavaca Malcolm Lowry?

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