Columna

El cojín rojo de Mao

El otro día me regalaron un cojín de Mao. Quiero decir un cojín estampado con el retrato que hizo de Mao el artista pop Andy Warhol, en una de sus coloristas versiones. El rostro sereno de Mao, que ya no se llama Mao-tse-tung sino Mao Zedong, luce blando en mi sofá, mirando hacia el pasillo con cara beatífica y un poco arrugada. Yo me pregunto si Mao, donde quiera que esté, será consciente de que se ha reencarnado en cojín para soportar el glorioso culo de la tía Eduviges cuando se acerca a tomar el té y se tira al sofá en plancha tras una carrera enloquecida por el pasillo para coger s...

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El otro día me regalaron un cojín de Mao. Quiero decir un cojín estampado con el retrato que hizo de Mao el artista pop Andy Warhol, en una de sus coloristas versiones. El rostro sereno de Mao, que ya no se llama Mao-tse-tung sino Mao Zedong, luce blando en mi sofá, mirando hacia el pasillo con cara beatífica y un poco arrugada. Yo me pregunto si Mao, donde quiera que esté, será consciente de que se ha reencarnado en cojín para soportar el glorioso culo de la tía Eduviges cuando se acerca a tomar el té y se tira al sofá en plancha tras una carrera enloquecida por el pasillo para coger sitio.

Tía Eduviges no sabe nada de Mao -ni le importa- aunque le suena la cara, y supongo que tampoco Mao sabe nada de la tía -más que nada porque China anda lejos- pero, por la expresión del cojín cuando tía Eduviges se levanta, me consta que hay cierta afinidad entre su cara y el culo de ella: no puedo evitar perderme entonces en disquisiciones sobre la fagocitación de los grandes líderes de la humanidad por parte del sistema, los innumerables casos en que la historia no absuelve para nada, el insoportable peso del no-ser unido al insoportable peso de la tía Eduviges, cuando de pronto me asalta la sospecha de que todos quieren ser eso, un cojín después de muertos y que les quiten lo bailao.

Sentarse sobre el cojín de Mao es como sentarse sobre la historia, sobre la revolución cultural, sobre los difuntos, sobre las cenizas calientes, pero está blando. La esencia de la inmortalidad toma formas caprichosas, y el cojín es una de ellas. No hay nada mejor que recostar la cabeza sobre el cojín y mirar las nubes que pasan, con forma de hoz y martillo, de campesino chino, de cuenco de chop-suey. Cuando uno se siente sólo, puede contar con el bueno de Mao, que siempre estará ahí para atender sus caprichos, como quizás estuvo una vez el ché Guevara, Marylin Monroe, James Dean y otros tantos. ¿Inmortales? No lo sé, pero por lo menos son buenos cojines.

Mao sigue ahí, arrugado, comprimido, despachurrado, digamos que bajo una gran presión, sometido a la fuerza de la gravedad, básicamente aplastado por las circunstancias, y me pregunto si aguantará el paso del tiempo, o le explotarán las tripas un día de estos. De lo que no me cabe duda es que el destino de los hombres es incierto y algunos acaban convertidos en cojín: quizás valga la pena que Mao haya existido, simplemente porque está en la salita, sobre el sofá, debajo de la tía Eduviges, sí, ése mismo, ¿no te importa levantarte un poco?, sí gracias, mira, ése es Mao.

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