Columna

Carácter

Todos, tarde o temprano, pregonan el fin de las ideologías, primero de las ajenas y luego, sin demasiados escrúpulos, de la propia. Pero nadie habla de la muerte de la retórica, y por eso las cosas cambian tan poco. La palabrería con que se suele envolver la realidad tiene un poder extraordinario, pero a ese poder podemos oponerle el ejercicio de la crítica racional. Pues bien, uno de los recursos retóricos más recurrentes y menos sostenibles que conozco es la apelación al carácter de una nación, un pueblo o una comunidad como explicación de lo que los individuos correspondientes hacen. Es un ...

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Todos, tarde o temprano, pregonan el fin de las ideologías, primero de las ajenas y luego, sin demasiados escrúpulos, de la propia. Pero nadie habla de la muerte de la retórica, y por eso las cosas cambian tan poco. La palabrería con que se suele envolver la realidad tiene un poder extraordinario, pero a ese poder podemos oponerle el ejercicio de la crítica racional. Pues bien, uno de los recursos retóricos más recurrentes y menos sostenibles que conozco es la apelación al carácter de una nación, un pueblo o una comunidad como explicación de lo que los individuos correspondientes hacen. Es un invento romántico que por definición no se puede verificar. Pero ahí está.

No hace mucho, cuando en Granada arreciaba el proceso sumarísimo al edificio de Álvaro Siza levantado en Puerta Real, un periodista le preguntó al concejal de Urbanismo por qué en Granada no puede haber arquitectura moderna (o contemporánea). Me pareció que en la pregunta había un cierto tinte irónico, pero el caso es que el citado concejal contestó: "Porque no va con nuestro carácter". Nadie sabe mejor que un juez que la justicia es lenta y que a veces se equivoca. Y nadie sabe mejor que un concejal de Urbanismo que lo que singulariza y determina el desarrollo urbano de una ciudad no tiene nada que ver con el carácter de nadie y sí con un conjunto de tensiones e intereses que la política tendría que resolver en el sentido del interés general. ¿Qué mal hay en reconocer esto, por qué ocultarlo tras el fantasma del carácter local? ¿Y por qué cada vez que algo de la cultura urbana y artística moderna asoma en Granada hay focos de la ciudad que inmediatamente se activan para fomentar ordalías, pero callan por sistema ante la metástasis de desmanes y adefesios que sí que da carácter al desarrollo urbano de esta -y cualquier otra- ciudad? ¿O es que reconocen algo suyo en esos desmanes?

La semana pasada murió don Francisco Murillo, un intelectual y profesor granadino con el que aprendí mucho. Una mañana de 1962 un alumno le preguntó algo relacionado con la cuestión de las nacionalidades en España, y don Francisco empezó su respuesta diciendo que era complicado hablar de la unidad de España aquí, con los Reyes Católicos de cuerpo presente. Estaba nombrando el fantasma del carácter, o al menos su primera apariencia física conocida, que coincidía, naturalmente, con la del poder.

Y en 1934 un jurista alemán, Gustav Radbruch, hizo una defensa de la democracia a partir del relativismo y empezaba diciendo que en tiempos de valores absolutos afirmados en términos de verdades eternas -Alemania 1934, España 1962-, proclamarse relativista, lejos de ser una cobardía, requiere una especial fuerza de carácter. El valor intelectual cívico de don Francisco Murillo, discípulo de Enrique Gómez Arboleya, estaba unido al vigor del espíritu crítico -que resultaba en él algo muy natural, como un sentido común especialmente refinado- y a la educada invitación a los fantasmas para que se retiren a sus criptas y despejen el terreno de la historia, o al menos procuren enmendar algo su carácter. ¿O todavía no?

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