Columna

¡Una de rabas!

Soy peligroso. Tengo un libro. En el café, todos me miran de reojo. Una madre ha impedido que su hijo, el del globo rojo, se acerque a mí. Por supuesto, es a causa del libro. Ninguna madre sensata dejaría que su pequeño jugase cerca de un lector. Quién sabe lo que podría ocurrir. Hoy que, precisamente, siento cosquillas en el dedo que pasa las páginas, aunque, por el momento, nadie me ha obligado a usarlo, por suerte o por desgracia. Incluso un mendigo me ha respetado y ha pasado de largo con una mirada errabunda.

El manipulador del libro es consciente de la gran responsabilidad que sup...

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Soy peligroso. Tengo un libro. En el café, todos me miran de reojo. Una madre ha impedido que su hijo, el del globo rojo, se acerque a mí. Por supuesto, es a causa del libro. Ninguna madre sensata dejaría que su pequeño jugase cerca de un lector. Quién sabe lo que podría ocurrir. Hoy que, precisamente, siento cosquillas en el dedo que pasa las páginas, aunque, por el momento, nadie me ha obligado a usarlo, por suerte o por desgracia. Incluso un mendigo me ha respetado y ha pasado de largo con una mirada errabunda.

El manipulador del libro es consciente de la gran responsabilidad que supone llevarlo. Un libro no se transporta así como así, no es una boina, no son unos calcetines a rayas que te ha regalado tu novia, y, en consecuencia, el portador tiene que moverse con ademán tranquilo para evitar que el libro cobre vida y provoque una catástrofe en la pirámide de tazas de café recién fregadas. La costumbre de llevar el libro en las chaquetas, por otra parte, tampoco es muy acertada: el susodicho suele tener tendencia a desplomarse dependiendo de la edición, y no hay como que un tomo de lujo se te estampe en pleno dedo gordo para comprobar en primera persona lo que es la literatura de peso.

La reacción que un libro cualquiera bajo el brazo provoca en los presentes es muy diversa, pero, por un momento, se diría que nadie sabe qué hacer ni cómo manejar la situación: todos los caminos parecen un callejón sin salida, y se trata de pensar en algo, de recuperar la normalidad, o, al menos, de simularla hasta que alguien se atreva a ponerse a silbar. Lo más aconsejable es conservar la calma, y no dejarse llevar por la sospecha de que el portador del artefacto es tan despiadado como para mantener firmemente la intención de usarlo.

Por supuesto, no es necesario abrir el libro, aunque alguna vez el temerario lector lo ha hecho, en pleno café, sin importarle el qué dirán o el qué no dirán, sin preocuparse de un ocasional linchamiento, o de un asesinato selectivo. La extravagancia de su actitud ha creado cierta confusión en un principio, con profusión de demostraciones prácticas sobre la influencia de la gravedad terrestre en los pinchos de tortilla, lío de brazos que pasan debajo de su nariz a la búsqueda de un bocadillo de bonito lejano, clientes que reclaman la cuenta mediante percusión de moneda en barra, y el globo rojo del niño que explota con colectivo sobresalto.

A estas alturas, el lector ya está concentrado en la lectura, mientras un coro de ochotes se marca una habanera, el niño llora porque se le ha roto el globo y el camarero grita, por encima del jolgorio general: "¡Una de rabas!"

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