Columna

Por fin solos

Un náufrago. La playa desierta. Sólo para él. Extiende la esterilla hecha de fibra de papaya, se tumba. Mordisquea un trocito de cangrejo, bebe un poco de leche de coco, y, después, con un pedazo de cáscara de mejillón, se limpia los dientes. Buena cosa, el mejillón escarbadientes, piensa. En ése instante, a lo lejos, aparece otro náufrago. Lleva barba de semanas y pelo largo, como el primero. El segundo náufrago se acerca lentamente, buscando un sitio para plantar su sombrilla de palmera, y, al final, extiende su trapo a un escaso metro y medio del primer náufrago.

La queja no se hace ...

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Un náufrago. La playa desierta. Sólo para él. Extiende la esterilla hecha de fibra de papaya, se tumba. Mordisquea un trocito de cangrejo, bebe un poco de leche de coco, y, después, con un pedazo de cáscara de mejillón, se limpia los dientes. Buena cosa, el mejillón escarbadientes, piensa. En ése instante, a lo lejos, aparece otro náufrago. Lleva barba de semanas y pelo largo, como el primero. El segundo náufrago se acerca lentamente, buscando un sitio para plantar su sombrilla de palmera, y, al final, extiende su trapo a un escaso metro y medio del primer náufrago.

La queja no se hace esperar: "Oiga", gruñe el primer náufrago, "estando toda la playa vacía, ¿por qué se pone a mi lado? ¡Pero si tiene kilómetros de playa para usted! ¿Qué le cuesta irse un poco más lejos?". El segundo náufrago parece ofendido: "Ésta es la zona de playa que más me gusta. La playa es de todos. Lo dice la Ley de costas: puedo ponerme donde me dé la gana, así que aquí me quedo, le plazca o no". La respuesta no parece convencer al primer náufrago, que protesta: "Pero, ¿qué ley de costas ni qué ocho cuartos? ¿No ve que la playa está desierta? ¡Ande y búsquese otro sitio, hombre, hágame el favor!". El otro se encoge de hombros: "Por mí puede usted decir misa: aquí he plantado mi sombrilla y aquí me voy a quedar, faltaría más. ¡Hasta ahí podíamos llegar!".

El primer náufrago, visiblemente enfadado, se levanta de un salto, rezongando, y arrastra su esterilla por la arena unos cuantos metros, hasta que cree que se ha apartado lo suficiente de la molesta compañía. Después de asegurarse de que nadie le ha seguido, se tumba de nuevo. A lo lejos, el segundo náufrago desplanta el quitasol y se acerca llevándolo a cuestas. Cuando llega a la altura del primero, arroja la sombrilla sobre la arena con gran estrépito de polvo de conchas. "Pero, ¡qué le pasa!", grita encolerizado el barbudo número uno: "¿Me está usted vacilando? Una cosa es la Ley de costas, y otra que me persiga por toda la playa. ¡Lárguese ahora mismo de aquí antes de que me levante y le dé con un coco en la cabeza!". El otro, haciendo caso omiso de las amenazas, planta de nuevo el parasol y se sienta sobre su trapo, mientras canturrea: "Tú me das cremita / yo te doy cremita / aprieta bien el tubo / que sale muy fresquita".

El barbudo número uno se arma de paciencia, recoge otra vez su esterilla, y emprende un nuevo viaje por la arena. El recién llegado grita en la lejanía: "¿De dónde es usted? ¿Naufraga todos los veranos en la misma playa? ¿Viene sólo, o con su familia?".

Cien metros más allá, el primer náufrago suspira: "Dios mío, preferiría Benidorm".

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