Columna

Mostar

Llegamos a la ciudad al final de la tarde después de haber recorrido 200 kilómetros de carreteras sinuosas. El traqueteo constante de la ventanilla nos devolvía un horizonte desenfocado de maizales y viñedos salpicados entre las pequeñas granjas de los campesinos bosnios. De vez en cuando, mezclado con el tufo a combustible, nos llegaba ese olor acre como a incendio recién apagado que siempre flota en los países que acaban de salir de una guerra.

El paisaje es un sedimento previo que anuncia las ciudades a las que estamos a punto de llegar. Lo primero que conocí de Mostar fue el muñón d...

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Llegamos a la ciudad al final de la tarde después de haber recorrido 200 kilómetros de carreteras sinuosas. El traqueteo constante de la ventanilla nos devolvía un horizonte desenfocado de maizales y viñedos salpicados entre las pequeñas granjas de los campesinos bosnios. De vez en cuando, mezclado con el tufo a combustible, nos llegaba ese olor acre como a incendio recién apagado que siempre flota en los países que acaban de salir de una guerra.

El paisaje es un sedimento previo que anuncia las ciudades a las que estamos a punto de llegar. Lo primero que conocí de Mostar fue el muñón desventrado del viejo puente bombardeado en 1993 por la artillería croata, que ahora acaba de ser reconstruido. Abajo, en el barranco del río Neretva, había un cafetín al aire libre donde algunos voluntarios de ONG y miembros de la misión internacional alternaban con los más jóvenes del lugar. Aquellos muchachos de Mostar-Este mostraban una extraña oscuridad refugiada en los ojos, como si tuviesen cortada alguna conexión con el mundo, lo que resultaba comprensible encontrándose como se encontraban al otro lado de un puente roto. En el cafetín sonaba un radiocasete con una música lejanamente oriental y el río rompía contra los pilares derruidos, discurriendo después por un cauce tan intrincado como la historia.

El viejo puente de Mostar, que unía el barrio musulmán con el croata católico, fue construido por el arquitecto Haireddín en tiempos de Solimán el Magnífico con una geometría limpia basada en un solo arco. Su estructura resistió los embates de más de cuatro siglos de guerras entre el imperio austro-húngaro y el turco y sirvió de escapatoria a fugitivos de uno y otro bando que lo recorrieron a uña de caballo. Sin embargo, no pudo soportar el último desgarro civil que desmembró la ciudad con combates casa por casa.

La primera noche en Mostar, mientras saboreábamos una cerveza, le pregunté a mi acompañante si creía que algún día la arquitectura podría redimir los descalabros de la historia. No me respondió, pero era alguien a quien conocía lo bastante para adivinar sus pensamientos. Tiró lejos el cigarrillo y estuvo viéndolo humear entre las piedras.

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