Columna

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Nada menos ingenuo que la publicidad; ningún arma cargada con más pólvora, más nitroglicerina, más metralla mortal que un anuncio de sesenta segundos. Los mensajes comerciales explotan como minas a nuestro alrededor y nos mandan de culo o de cabeza al cielo. Nos instalan en un estabulado paraíso a plazos en forma de automóvil, de compresa o colonia para hombres, da igual, los caminos de la felicidad humana son tan inescrutables como los del Señor. Es posible alcanzar el nirvana adquiriendo un coqueto apartamento en Torrevieja, pero también lavándose el cabello con un champú anticaspa o fregand...

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Nada menos ingenuo que la publicidad; ningún arma cargada con más pólvora, más nitroglicerina, más metralla mortal que un anuncio de sesenta segundos. Los mensajes comerciales explotan como minas a nuestro alrededor y nos mandan de culo o de cabeza al cielo. Nos instalan en un estabulado paraíso a plazos en forma de automóvil, de compresa o colonia para hombres, da igual, los caminos de la felicidad humana son tan inescrutables como los del Señor. Es posible alcanzar el nirvana adquiriendo un coqueto apartamento en Torrevieja, pero también lavándose el cabello con un champú anticaspa o fregando la loza con algún estropajo ergonómico de última generación. Hay un éxtasis místico al alcance de todos los bolsillos. Si a San Juan de la Cruz le hubiese sido dado amorrarse a la pantalla plana de una televisión de plasma, su noche oscura hubiese devenido Terra Mítica o cualquier otro parque temático lleno de luminarias, indios falsos y fuegos de artificio. O se hubiera enganchado a un teléfono móvil para charlar con Dios a un céntimo el minuto.

Nada menos ingenuo que la publicidad. Nada, tampoco, que mejor nos defina y más diga de todos nosotros y nuestras circunstancias. Nada más alejado del lenguaje políticamente correcto y, por tanto, de la retórica irenista de nuestros servidores públicos. Escuchando el discurso de un político uno podría pensar que habitamos en Marte o en Jauja. Los anuncios, en cambio, son el escaparate de nuestros trapos sucios, el mostrador de nuestra casquería moral. Si hay un lugar donde la trasgresión es norma, ése es el territorio de la publicidad. De vez en cuando, incluso, los guardianes de la salubridad social no tienen más remedio que retirar del mapa algún anuncio demasiado punzante. Hay cada día más cosas, sin embargo, que ya sólo se pueden decir en un anuncio, dentro del envoltorio de colores de la publicidad.

Por ejemplo: nadie osaría decir públicamente que vivimos en una sociedad que nos convierte en odres de insatisfacción, en acumuladores de codicia, en envidiosos, en tullidos por culpa de la inseguridad en el trabajo, en prostitutas de cualquier empresa, en pañuelos de usar y tirar o elementos fungibles en cualquier caso. Está mal visto hablar de estas cuestiones. Tanto como decir que en nuestra democracia de mercado la libertad tiene una sola llave que se llama dinero, lo mismo que el lagarto de la mejor película de Pedro Almodóvar. No está bien proclamar que nuestras vidas son lo que son por culpa del dinero o gracias a él. Pero puede decirse en un anuncio como el que nos invita, desde hace una semana, a comprar lotería mostrándonos a unos personajes que se presentan como ex envidiosos, ex enfermos de estrés, ex abominadores de sus trabajos y, en general, ex desgraciados a jornada completa gracias a un premio de la lotería, o sea, gracias a un carro de euros con el que han conseguido su manumisión. Hay otros mundos, sí, pero están en éste, como decía el poeta Paul Eluard, que ahora anuncia colonias.

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