Editorial:

Asalto en Ingushetia

La sangrienta y organizada razia de insurgentes chechenos en la fronteriza república rusa de Ingushetia pone una vez más -y gravemente- en cuestión la eficacia del Kremlin para controlar los irredentismos caucásicos y la capacidad de su desmoralizado Ejército para hacer frente a una partida de rebeldes motivados. La ira de Vladímir Putin al exigir ayer a sus mandos militares la aniquilación de los guerrilleros chechenos, cuyo asalto a Ingushetia parece haber causado más de medio centenar de muertos, refleja a la vez la humillación de Moscú y su temor a que el polvorín acabe prendiendo en otras...

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La sangrienta y organizada razia de insurgentes chechenos en la fronteriza república rusa de Ingushetia pone una vez más -y gravemente- en cuestión la eficacia del Kremlin para controlar los irredentismos caucásicos y la capacidad de su desmoralizado Ejército para hacer frente a una partida de rebeldes motivados. La ira de Vladímir Putin al exigir ayer a sus mandos militares la aniquilación de los guerrilleros chechenos, cuyo asalto a Ingushetia parece haber causado más de medio centenar de muertos, refleja a la vez la humillación de Moscú y su temor a que el polvorín acabe prendiendo en otras regiones del norte del Cáucaso.

La bofetada no es solamente política. Los guerrilleros se enseñorearon durante casi una noche de Nazran, la mayor ciudad de una región de escaso medio millón de habitantes que vive a la sombra de la violencia y el caos chechenos. Como en Chechenia, la inmensa mayoría de los ingush son musulmanes y su país ha albergado a muchos de los desplazados por los combates vecinos. En una batalla de horas, los separatistas tomaron y arrasaron la sede del Ministerio del Interior, saquearon sus arsenales y mataron al ministro antes de replegarse a sus santuarios en Chechenia u Osetia del Norte perseguidos por tropas y helicópteros artillados rusos. El asalto se produce mes y medio después de que el presidente checheno marioneta de Moscú, Kadírov, fuera asesinado con una bomba cuando se celebraba en Grozni el desfile conmemorativo de la victoria soviética en la Segunda Guerra Mundial.

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Al Kremlin le quedan pocas teclas por tocar después de diez años de guerra despiadada en Chechenia, precisamente el conflicto que encumbró a Putin al poder con su ilusoria promesa de liquidarlo inmediatamente. El presidente ruso ha obtenido pingües réditos electorales, pero ha sido incapaz de imponer una solución militar. Y, lo que es más grave, el terrorismo checheno ha ido creciendo en paralelo con los vergonzosos excesos cometidos por un ejército corrompido y sin control. A día de hoy, con su rechazo frontal a la negociación, Putin ha alienado cualquier interlocución posible en Chechenia, un territorio arrasado donde la brutalidad desplegada por Moscú ha acabado arrojando a los moderados en brazos de los más extremistas.

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