Columna

La bala

Conservo todavía una cápsula de bala que encontré de niño en la sierra de Espadán donde se habían librado fuertes combates durante la guerra civil. Años después aquella ladera salvaje era muy feraz en toda clase de metralla y entre los frutos silvestres que daban los árboles, el que yo más apreciaba eran las bombas de piña, aunque una de ellas le segara la mano a un compañero de correrías y otra le descolgara un ojo hasta la mandíbula al hijo del chatarrero, que también era monaguillo. Esta cápsula de bala me ha seguido a lo largo de la vida, junto con los libros, en todas las casas que he hab...

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Conservo todavía una cápsula de bala que encontré de niño en la sierra de Espadán donde se habían librado fuertes combates durante la guerra civil. Años después aquella ladera salvaje era muy feraz en toda clase de metralla y entre los frutos silvestres que daban los árboles, el que yo más apreciaba eran las bombas de piña, aunque una de ellas le segara la mano a un compañero de correrías y otra le descolgara un ojo hasta la mandíbula al hijo del chatarrero, que también era monaguillo. Esta cápsula de bala me ha seguido a lo largo de la vida, junto con los libros, en todas las casas que he habitado y al mismo tiempo la he llevado alojada como una metáfora en el interior del cuerpo, en el corazón, en el sexo y en la mente, incluso en la rodilla cuando la doblaba ante Dios. En su tiempo fue disparada en medio de un odio fraticida, pero ignoro si su proyectil mató a un hermano o fue a morir suavemente sin dañar a nadie entre las jaras floridas o al pie de una encina para convertirse en una bellota de metal. Guardo la cápsula plantada en un estante de la biblioteca, siempre custodiando un volumen significativo, que varía según mi estado de ánimo. Unas veces la dejo junto a un libro de poemas o la apoyo en un tratado de arte, en la biografía de algún héroe, con el fin de que la belleza contenida en sus páginas llegue a purificar de forma mágica su violento pasado. Desde hace unos días la bala estaba haciendo guardia delante de las obras completas de John Keats. La he tenido que apartar para extraer el libro del estante. Luego lo he abierto al azar y he leído los primeros versos que han herido mis ojos: En el mismo centro de aquellos placeres/ se levantaba un altar de mármol, con una trenza/ de flores recién abiertas. Esta bala también cambia de lugar en el interior de mi cuerpo. Unas veces la llevo en el cerebro y pienso que ya me ha matado después de trazar en mi frente la señal de la cruz; otras veces la llevo en el bolsillo del pantalón junto al sexo como un amuleto sagrado y al acariciarla aun puedo ver la luz de su proyectil entre las jaras; al final esta bala que encontré en aquella ladera agreste de la niñez siempre acaba por buscar sitio en el corazón donde se convierte en bálsamo de todas las derrotas y en la esperanza de la última victoria. Con la bala en la mano he leído otros versos de John Keats: Dadme un pluma dorada y dejad que me recueste/ en un montón de flores, en regiones despejadas y lejanas. Después he colocado el libro en el estante y he vuelto a apoyar la bala en la espalda del poeta.

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