Columna

Europa

Uno se siente poco europeo y pide perdón. No sé a quién. Y cuando digo que me siento poco europeo no me refiero al continente, sino a la propia Unión Europea, y eso que, con la historia en la mano, no puedo hacer otra cosa que defenderla y admirarla. Diríamos que soy europeo en lo económico y en lo jurídico, en lo de la moneda única y también europeo que se alegra de la entrada en el club de Bruselas de esas diez naciones pobres del oriente cristiano. Soy europeo por todos esos asuntos del lúpulo y la mantequilla, hasta ahí llego. Pero me veo euro-escéptico en lo demás. En la política exterior...

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Uno se siente poco europeo y pide perdón. No sé a quién. Y cuando digo que me siento poco europeo no me refiero al continente, sino a la propia Unión Europea, y eso que, con la historia en la mano, no puedo hacer otra cosa que defenderla y admirarla. Diríamos que soy europeo en lo económico y en lo jurídico, en lo de la moneda única y también europeo que se alegra de la entrada en el club de Bruselas de esas diez naciones pobres del oriente cristiano. Soy europeo por todos esos asuntos del lúpulo y la mantequilla, hasta ahí llego. Pero me veo euro-escéptico en lo demás. En la política exterior, por ejemplo, pues no creo que Europa sea capaz ahí de tener una voz común. Porque los intereses de Francia no coinciden con los británicos; ni los de Alemania con los italianos, ni los nuestros con los de unos y otros; y, sobre todo, porque me pierdo en un mundo tan grande: un hipotético estado de 500 millones de habitantes. Uno es europeo, claro, pero eso no basta, todo queda muy desvaído y lejano, y, como ibérico que soy, me siento mucho más próximo a los habitantes de México, Cuba, Chile o Argentina que a los eslovacos, los grecochipriotas o los formidables esquimales. La Unión Europea es un invento necesario, un gran invento democrático y pacífico, y tenemos que ser cada día más europeos, es cierto. Pero con la razón y los diarios oficiales, que el corazón va por otro lado. Y porque al fondo de todo, cada día más, y allende el esforzado trajín de las pertenencias sucesivas (eso de ser de tu barrio, de tu ciudad, de tu comarca, de tu provincia, de tu región, de tu nacionalidad, de tu estado, de tu eurorregión, de tu continente, de tu diáspora, de tanto y más...) pues uno empieza a sospechar que, cumplidas las obligaciones ciudadanas, uno es de sí mismo y de su familia y sus amigos, y de su soledad, y de los libros que le gustan, y no digamos de su memoria, y mucho ojo con las identidades colectivas. Además, sucede que cuanto más propio es uno, o trata de serlo, también es más universal, qué curioso; y eso sí, que funcione muy bien lo del lúpulo. Y la mantequilla.

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