Columna

Los frescos

Yo iría a misa. Si el espectáculo fuera bueno, claro. En Nueva York, uno de los atractivos del domingo que ningún turista quiere perderse es una misa en Harlem. Ríanse de las pamelas de la boda real: los fieles que acuden a las misas cantadas de Harlem parecen acudir cada domingo a la gran cita de su vida. Las damas llevan trajes como de los años cincuenta, algunas negras jóvenes quitan el aliento de lo elegantes que son. Ellos llevan americanas de mil rayas, corbatas gris perla, sello de oro en el meñique. Las niñas visten trajes claros, rosas, blancos, azules, que combinan con este festival ...

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Yo iría a misa. Si el espectáculo fuera bueno, claro. En Nueva York, uno de los atractivos del domingo que ningún turista quiere perderse es una misa en Harlem. Ríanse de las pamelas de la boda real: los fieles que acuden a las misas cantadas de Harlem parecen acudir cada domingo a la gran cita de su vida. Las damas llevan trajes como de los años cincuenta, algunas negras jóvenes quitan el aliento de lo elegantes que son. Ellos llevan americanas de mil rayas, corbatas gris perla, sello de oro en el meñique. Las niñas visten trajes claros, rosas, blancos, azules, que combinan con este festival de lacillos que les recogen el pelo en pequeñas coletas; los niños con corbata, muy elegantes, como sus padres. Uno se siente como de una raza inferior, descolorido, con poca gracia en los movimientos. Y cuando toda esa gente, con su Biblia en la mano, empieza a cantar y a levantar los brazos al cielo, uno experimenta una emoción trascendental. Si alguien, en ese preciso instante, te preguntara si Dios existe, dirías que sí, sin lugar a dudas. Si yo tuviera ese espectáculo a la vuelta de la esquina no sé si me haría creyente pero, al menos, haría bulto en la iglesia. Pero a quién esperan convencer de forma tan soporífera. El otro día, informada de que unas monjitas cantaban misa a las ocho de la mañana en una encantadora iglesia diminuta, madrugué con la esperanza de que aquellas vocecillas serían tan prodigiosas como los dulces que a veces salen de los conventos. Qué inocente. Si Dios existe estaría, imagino, tapándose los oídos. Virgen Santa, qué voces. Para matarlas. Y qué canciones más ridículas. Y qué homilía la del cura. Qué nostalgia de Martin Luther King. Y esas flores de plástico y ese tapete de hule. Y qué poca gracia leyendo el Evangelio. Qué nostalgia de Menchu del Valle. Así que no me explico a qué viene tanta indignación con los frescos de Kiko Argüello porque, sinceramente, está en consonancia con la estética religiosa actual, que no hay por dónde cogerla: los lugares santos son horrendos, las canciones dan grima, las homilías son carcas y aburridas, y cuando la música es buena (como en la boda real) la acústica es pésima. Aunque sólo sea por una cuestión de buen gusto uno se ve abocado al ateísmo.

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