Tribuna:

Las elecciones europeas, una gran oportunidad

Las elecciones al Parlamento Europeo han sido caracterizadas por los especialistas como elecciones de segundo grado, ya que no tienen la misma relevancia que las elecciones generales, ni para los ciudadanos ni para las instituciones ni para los actores políticos. No existe un demos europeo ni un sistema europeo de partidos, los electores no conocen bien el papel del Parlamento Europeo ni los resultados deciden quién va a ser el presidente de la Comisión. En consecuencia, despiertan poco interés en la opinión pública y la participación es muy baja; los ciudadanos aprovechan, a veces, la ...

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Las elecciones al Parlamento Europeo han sido caracterizadas por los especialistas como elecciones de segundo grado, ya que no tienen la misma relevancia que las elecciones generales, ni para los ciudadanos ni para las instituciones ni para los actores políticos. No existe un demos europeo ni un sistema europeo de partidos, los electores no conocen bien el papel del Parlamento Europeo ni los resultados deciden quién va a ser el presidente de la Comisión. En consecuencia, despiertan poco interés en la opinión pública y la participación es muy baja; los ciudadanos aprovechan, a veces, la oportunidad para castigar de forma simbólica al Gobierno en el poder o para manifestar su simpatía por los pequeños partidos marginales; grandes y pequeños partidos centran sus campañas en la agenda nacional y las consideran más que nada como una gran encuesta sobre el estado, la evolución y las tendencias de la opinión pública entre dos elecciones generales. Las autoridades europeas se vienen esforzando en vano por imprimir una mayor proyección a estas elecciones fijando una misma fecha para todos los países miembros, tratando de unificar los sistemas electorales de todos ellos e insistiendo en que la campaña electoral eluda en lo posible la discusión de los temas internos y se centre, en cambio, en el debate de las instituciones, las políticas y el futuro de Europa.

Este año, en España las elecciones europeas van a celebrarse sólo tres meses después de las legislativas, por lo que no tendría sentido convertirlas en una repetición de éstas ni volver sobre las mismas cuestiones que quedaron zanjadas en marzo. Por el contrario, esa proximidad entre las dos convocatorias y el orden en que van a sucederse ofrece una oportunidad única para abrir un gran debate sobre Europa, sobre las distintas concepciones que defienden los principales partidos acerca del papel de España en Europa y del papel de Europa en el mundo. Al fin y al cabo, la política europea no es sólo una parte crucial de la política española, sino uno de los temas que más diferencia en la actualidad a los principales partidos, por lo que éstos deberían presentar con claridad sus posiciones, discutir sus divergencias y dar al electorado la oportunidad de pronunciarse sobre sus distintas orientaciones. Los españoles saben muy bien que las decisiones de Bruselas les afectan cada día más, pero no saben si la mejor manera de defender sus intereses en la capital belga es con buen talante o con grandes desplantes. Saben muy bien que la ampliación a 25 constituye un cambio histórico, pero apenas tienen información sobre sus implicaciones políticas y económicas. Tienen la impresión de que la nueva Constitución puede representar un avance, pero sin saber bien hacia dónde, ni por qué, ni a qué obedecen las discusiones que han retrasado su aprobación. Sienten una clara preferencia por Europa respecto a EE UU, pero tienen ideas menos claras acerca de cómo deben ser las relaciones entre una y otro. Si a eso se suma que en el último año se ha roto el consenso que existía entre las fuerzas políticas españolas acerca de Europa, ésta es la gran ocasión para abrir ese debate, tantas veces pospuesto, y situarlo en el centro de la campaña electoral.

Eso sería lo razonable si todos los partidos hubieran aceptado sin reservas el veredicto de las urnas del 14-M, pero se tiene la impresión de que no es el caso. Es verdad que Rajoy reconoció la victoria de Zapatero la noche electoral, pero desde entonces no han faltado las voces de numerosos dirigentes de su partido, incluida la suya, que parecen no haber digerido los resultados de las generales, que se obstinan en considerar injusta su derrota y en atribuirla a la supuesta "manipulación" que los socialistas hicieron del brutal atentado del 11-M, aunque nunca hayan explicado en qué consistió. Los dirigentes populares inician la campaña muy dolidos y empeñados en transmitir la idea de haber sido la gran víctima política del 11-M y, de haberlo sido, porque "alguien jugó con ellos" esos días.

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Sugieren al decirlo que algunos servicios de seguridad cometieron la indiscreción de informar de sus investigaciones a la oposición a la vez o antes que al Gobierno y que, por tanto, la oposición dispuso de alguna información privilegiada. Una insinuación de esa naturaleza constituye una grave imputación a la profesionalidad de los servicios, pero ni prueba que esa filtración, de haber existido, se utilizase de forma inapropiada por la oposición ni reduce en lo más mínimo las responsabilidades del Gobierno, ni justifica la forma en que manipuló la información insistiendo en la autoría de ETA, cuando todos los indicios la descartaban, y tachando de miserable a todo el que se atreviera a ponerla en duda. La gravedad de las supuestas filtraciones parece derivar de la sospecha de que, si se produjeron, podrían haber contribuido a frustrar la manipulación al poner en evidencia las discrepancias entre los hechos que conocía el Gabinete y la falsa versión que estaba dando de ellos. Cabe entender que los responsables políticos del PP traten de disimular el tremendo error de cálculo que cometieron y pretendan desviar la atención hacia otro sitio. Pero eso es una cosa y otra muy distinta arrojar una sombra de duda sobre la legitimidad de los resultados del 14-M y querer convertir las elecciones europeas en un proceso de impugnación de las generales. Lo primero forma parte de las tácticas habituales del partido. Lo segundo constituye una violación de la regla fundamental de la democracia que consiste, cuando se pierde, en aceptar la derrota con la misma generosidad con que el que gana renuncia a perseguir al derrotado.

En el PP saben muy bien que se equivocaron en el planteamiento y la gestión de la crisis que se abrió la mañana del 11-M y que su empecinamiento e inflexibilidad agotaron su escasa credibilidad en unas pocas horas. Saben también, aunque nunca reconocerán ni una cosa ni otra, que éste fue el último gran error de una grandísima cadena de errores cometidos en los dos o tres últimos años. También saben que tres días antes de las elecciones los pronósticos no les eran favorables y saben hoy que no tiene sentido atribuir su derrota sólo a ese último y gravísimo error de cálculo, que el medio millón de votos que perdieron lo tenían perdido meses antes y que es imposible que en dos días el PSOE, con o sin información privilegiada, movilizara tres millones de votos. Plantear las europeas como una segunda vuelta de las generales es una equivocación por razones de principio, pero también por razones más pragmáticas que tienen que ver con los riesgos que comportaría ese planteamiento en caso de una nueva derrota. Porque, así las cosas, una nueva victoria del PSOE reforzaría su cohesión interna, consolidaría el liderazgo de Zapatero y facilitaría la gobernabilidad, mientras una nueva derrota del PP podría erosionar su legendaria unidad, poner en entredicho la autoridad de Rajoy y abrir todos los interrogantes sobre el futuro de su liderazgo y de la orientación de su partido. Una cosa es que los partidos acudan a las europeas conscientes de las consecuencias que objetivamente pudieran tener para cada cual sus resultados y otra muy distinta plantearlas como un juicio retrospectivo de los resultados de marzo.

El error del PP al enfocar las elecciones europeas de esa forma es tanto mayor cuando sabe que tiene muy pocas probabilidades de ganarlas porque los españoles, como la mayoría de los europeos, son poco proclives a cambiar el voto de la noche a la mañana, y menos aún cuando tienen la sensación de que el nuevo Gobierno lo está haciendo bien, por lo que los cambios que puedan producirse en el electorado tenderán más a reforzar que a revisar el respaldo que dio en marzo a los socialistas. Lo más probable, por tanto, es que el PSOE, cuya lista encabeza un candidato como Borrell, respetado por toda la izquierda, gane las europeas con más holgura que las generales, si no comete el error de creer que las tiene ganadas de antemano. En ese contexto, lo razonable sería que el PP hubiera diseñado una campaña orientada a minimizar los costes y no a maximizar los riesgos, mirando hacia delante y no hacia atrás, reconociendo que se ha abierto un nuevo ciclo político en el que están fuera de lugar los juicios de intención, las descalificaciones y la agresión al adversario y que esa estrategia que tan buenos resultados les dio en los años noventa les ha llevado a cinco derrotas consecutivas en los primeros años de esta década: en las autonómicas del País Vasco en 2001, en las municipales de 2003, en las autonómicas de Cataluña de 2003, en las autonómicas andaluzas de 2004 y en las generales de marzo de este año. Las primeras declaraciones de Mayor Oreja, cabeza de lista del PP, respecto de las elecciones europeas indican que su comprensión de esos cambios está en línea con la lucidez de sus análisis sobre la política vasca. Por su parte, Rajoy, que empezó ridiculizando el Pacto Antiterrorista cuando lo propuso Zapatero, tendría que haber mostrado ya una mayor sensibilidad para entender que lo del cambio de talante no es una broma, sino una exigencia mayoritaria de la sociedad española.

Las elecciones europeas, tres meses después de las generales, ofrecen una gran oportunidad para poner a prueba las distintas y distantes posiciones de las grandes fuerzas políticas respecto a Europa, pero también una gran ocasión para poner a prueba su capacidad de adaptación a los nuevos modos que reclaman a voces los españoles. Rajoy tiene, en principio, dos opciones: hacerlo ahora, cuando aún tiene tiempo, o intentarlo después, cuando quizá no lo tenga. Para él, para el PP, para la derecha y para la democracia española resulta ya inaplazable una reflexión a fondo sobre las formas de actuar y competir en política. Una doble reflexión, ideológica por un lado y estratégica por otro. En el plano ideológico, la cuestión es bien simple. ¿A quién quiere representar el PP, a la minoría radical y vocinglera de la extrema derecha o a los sectores mucho más amplios de la derecha moderada? De esa respuesta depende la que se dé a la segunda pregunta. ¿Qué tiene más sentido, perseverar frente a la izquierda y los nacionalistas en la estrategia de la confrontación sin cuartel o mantener las distancias con ellos sin renunciar al diálogo y la colaboración? Rajoy debería saber que si no responde a esas preguntas antes de las elecciones europeas alguien se las formulará en el congreso de su partido y que, si no pasa el examen de junio, en septiembre lo tendrá mucho más difícil.

Julián Santamaría Ossorio es catedrático de Ciencia Política de la Administración de la UCM.

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