Columna

Homenaje a Dalí con boda

Esta boda tiene tantos elementos kitsch que, sin ninguna duda, habría hecho las delicias de los grandes del dadaísmo y, por supuesto, del surrealismo. Las tiaras principescas, por ejemplo, ¡qué homenaje al barroquismo rancio, a la sobrecarga de cursilería, a la exaltación de la arrogancia estética! A pesar de que el mundo se esfuerza en caminar, más o menos tintineando, hacia la modernidad, se esfuerza en paralelo por consolidar espacios antimodernos por donde se cuelan privilegios irreconciliables con el principio de igualdad, gustos grandilocuentes, comentaristas azucarados y pelotas,...

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Esta boda tiene tantos elementos kitsch que, sin ninguna duda, habría hecho las delicias de los grandes del dadaísmo y, por supuesto, del surrealismo. Las tiaras principescas, por ejemplo, ¡qué homenaje al barroquismo rancio, a la sobrecarga de cursilería, a la exaltación de la arrogancia estética! A pesar de que el mundo se esfuerza en caminar, más o menos tintineando, hacia la modernidad, se esfuerza en paralelo por consolidar espacios antimodernos por donde se cuelan privilegios irreconciliables con el principio de igualdad, gustos grandilocuentes, comentaristas azucarados y pelotas, y una capacidad colectiva por militar en la memez que bien podría ser la geografía humana de alguna película de Buñuel. ¿De verdad nos hemos vuelto todos estúpidos? Esos millones y millones de personas que paran el mundo para sentarse en el televisor con sus mejores galas; esas administraciones que quiebran el sentido común para gastar, regalar, engalanar con impunidad aristocrática; esos programas de televisión con sus ejércitos de pelotas esforzados en ganar alguna medalla al mérito monárquico... ¿Qué nos está ocurriendo? Por supuesto, no critico el cotilleo y el voyeurismo, ejercicios estos que conforman lo mejorcito de la inteligencia. Al fin y al cabo, mirar y curiosear, según los antropólogos, tuvo algo que ver con nuestra evolución de simios a bípedos gruñones. Pero hay distancias abismales entre poner el ojo en el vestidito de la chica, sarcasmo distante incluido, y convertir una boda en un acto de papanatismo colectivo, como si nos bebiéramos a sorbos nuestro sentido crítico, como si volviéramos a la condición previa de ciudadanos y pasáramos a ser vasallos, como si la inteligencia nos incomodara en según que momentos de negación de la inteligencia. Ya sé que uno de los fenómenos del momento tiene que ver con el vaciamiento de la política, con el lento procesar de nuestra condición de ciudadanos a simples entes consumidores; ya sé que no son buenos tiempos para la lírica del pensamiento y que lo políticamente correcto sustituye a lo transgresor, por mucho que uno sea ilustrado, de izquierdas y librepensador. Pero, ¿dónde tenemos librepensadores en los momentos en que toca vasallear al rey, practicar un besamanos colectivo e involucionar de la condición de individuos a la condición de masa? Masa hemos sido y somos estos días, todos callados, silenciados en el magma de lo bonito que es amarse cuando uno es príncipe y la otra plebeya, cuento de hadas posmoderno del que Dalí habría extraído algún reloj del tiempo alicaído y deshacedor.

Podría hablar del abuso del erario público a cuento de la boda real. Podríamos interrogarnos por qué no nos hacemos las preguntas adecuadas, la del millón por ejemplo: ¿cómo se concilian los principios de igualdad democrática con los privilegios de cuna? Hasta podríamos preguntarnos sobre la libertad de expresión y sus mecanismos interiores de censura. Pero una boda, a pesar de todo, es una boda, y hay momentos inadecuados para lanzar el mitin republicano. Sin embargo, y más allá del homenaje a la belleza que todo acto público de amor comporta (se trata de eso, ¿no?), barroquismo kitsch, desfile de modelos con naftalina y papanatería incluida. Incluso, más allá del silencio que nos autoimponemos porque, a pesar de todo, nos conmueve lo emotivo que toda liturgia de la vida comporta, a pesar de los pesares, hay un abismo entre respetar el acto privado del amor, y convertir el amor en una sinfonía de exaltación monárquica. Hay mucho trecho entre moderar la lengua y convertirla en un trapo que sólo repite bobadas, desde todos los altavoces comunicativos. Hay mucho, mucho camino, entre moderar la crítica y ahogar el sentido crítico en una orgía de simpleza, elogio desmesurado y retórica servil. Lo que estas semanas hemos vivido no ha sido un acto relevante del futuro rey de las Españas, si éstas deciden no decidir qué quieren ser cuando sean mayores... Lo que hemos vivido ha sido una negación de la obligación de pensar, arrastrados a los tiempos en que vitoreábamos bajo palio. La masa ahogando al individuo.

Me dirán que no me preocupe, que somos gente madura, que hemos tenido un momento tonto de ranciedad, como si hubiéramos hecho un homenaje improvisado a la mejor creación daliniana española: la duquesa de Alba. Me dirán que los pueblos también tienen sus debilidades y que esta boda, con su rutilancia, lo tenía todo para parar el tiempo, dejarnos arrastrar por la estupidez azucarada y atontarnos un ratito, como si nos hubiéramos fumado un porro colectivo. Puede... Pero no estoy del todo segura. Creo firmemente en lo dicho anteriormente: estamos involucionando de la condición de ciudadanos a la condición de consumidores, y lo que el ciudadano se pregunta como parte intrínseca de su esencia moral, el consumidor no se pregunta. El consumidor consume. Eso es lo que hemos hecho. Consumir elogio real desmesurado sin sentir empacho. Consumir premodernidad con tiara. Consumir sin preguntar. Sentados en el televisor del mundo, despojados de la naturaleza de activos pensantes, para pasar a ser pasivos observantes, nuestro ojo va siendo sustituido por el gran ojo que decide qué mira y cómo mira. Y estos días ha mirado embobado un gran hermano real. Lo peor es que, en este caso, ni tan sólo queda el consuelo de los tontos: no podemos votar para expulsar a nadie del juego.

Pilar Rahola es escritora y periodista. pilarrahola@hotmail.com

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