Crítica:TANGOS Y FADOS | María Lavalle

Los mismos genes musicales

Los conecta el viento y la sal del Atlántico. Uno, el tango, desde las bajas latitudes; otro, el fado, en la raya melancólica que imprime la pena por encima del trópico. Pero son dos hermanos gemelos separados por las circunstancias a pesar de que estén unidos por los mismos genes. Eso es lo que María Lavalle transmite en La pena golfa, un espectáculo de lenta y sugerente coherencia que se presenta en el teatro de la Abadía.

Empieza la noche con los músicos, "como lo hacía Gardel, para calentar el ambiente", explica la misma María Lavalle. Aparecen ellos de negro, rodeando a su d...

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Los conecta el viento y la sal del Atlántico. Uno, el tango, desde las bajas latitudes; otro, el fado, en la raya melancólica que imprime la pena por encima del trópico. Pero son dos hermanos gemelos separados por las circunstancias a pesar de que estén unidos por los mismos genes. Eso es lo que María Lavalle transmite en La pena golfa, un espectáculo de lenta y sugerente coherencia que se presenta en el teatro de la Abadía.

Empieza la noche con los músicos, "como lo hacía Gardel, para calentar el ambiente", explica la misma María Lavalle. Aparecen ellos de negro, rodeando a su dama de rojo, en un escenario -diseñado por Elisa Sanz- vestido con barra de bar, maletas que sugieren idas y venidas con equipajes pesados, alcohol, sillas para reposar los lamentos que salen de esa jerga que susurran las cuerdas y el aire en movimiento de los bandoneones. Los músicos son de lujo, curtidos en sus campos durante años: como los maravillosos Jorge Lema, al bandoneón, arreglista y director del grupo, o Carlos Gonçalves, que tocó la guitarra portuguesa junto a Amalia Rodrigues 30 años. Ambos son la base de la fusión que propone en escena la cantante.

La pena golfa

Dirección artística: Rafael Flores. Puesta en escena: Carlos Aladro. Con la colaboración de Juan Diego. Músicos: Jorge Lema (bandoneón), Víctor Ángel Gil Serafini (chelo), Gabriel Szternsztejin (guitarra), Salvador Manuel Soteldo (contrabajo), Carlos Gonçalves (guitarra portuguesa). Teatro de La Abadía. Madrid.

Luego está la carne del repertorio, cuidadosamente elegido, al que la artista se enfrenta con la precisión de cada estilo. Entran las joyas del fado, entonadas con chal al hombro, "como sabía bien doña Amalia", dice Lavalle: desde Julia florista y María Magdalena a Cançasu, esa pieza de levitación, que según la cantante entonaban las furcias en los burdeles de olor a salitre y aguardiente para que nadie las tocara si alcanzaban un estado de gracia al cantarlos. Bucea también en las habaneras -Mañana si Dios quiere- y por las milongas -magnífica versión de Los ejes de mi carreta- para redondear el parentesco musical.

Pero donde Lavalle echa el resto es en los sones y el desgarro de su música porteña, la que ha mamado esta bonaerense que ahora vive y añora su país desde Madrid. Se luce en Muchacho -para reivindicar a las mujeres que, como Rosita Quiroga y Mercedes Simone, lo han cantado antes- y en Quedémonos aquí o Arrabalera. Además, Juan Diego aparece en escena con su voz de todopoderoso recitador para recordarnos los ecos de Borges o para susurrar esa verdad eterna que encierra Cambalache, ese tango mayúsculo que escupe a la faz de la indecencia. Nunca está de más volverlo a escuchar, aunque sea sin música. Es una de esas joyas de la contundencia que jamás pasarán de moda.

María Lavalle.CLAUDIO ÁLVAREZ
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