Columna

Veinticinco

La Europa austrohúngara ha vuelto a casa. No toda, pero sí una parte muy sustancial. También la báltica. Tal vez no ha causado la sacudida de otros acontecimientos, pero el salto a la Unión Europea de veinticinco países otorga al continente una densidad casi utópica. Si ya había digerido el muro de Berlín, ahora la mancha de aceite engulle el viejo telón de acero. "Bienvenidos de nuevo a la familia libre de Europa", rezaba un titular del rotativo británico The Daily Telegraph dirigido a los diez nuevos Estados. Ya lo advirtió Robert Schuman en su pionero discurso de 1950 a favor de la c...

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La Europa austrohúngara ha vuelto a casa. No toda, pero sí una parte muy sustancial. También la báltica. Tal vez no ha causado la sacudida de otros acontecimientos, pero el salto a la Unión Europea de veinticinco países otorga al continente una densidad casi utópica. Si ya había digerido el muro de Berlín, ahora la mancha de aceite engulle el viejo telón de acero. "Bienvenidos de nuevo a la familia libre de Europa", rezaba un titular del rotativo británico The Daily Telegraph dirigido a los diez nuevos Estados. Ya lo advirtió Robert Schuman en su pionero discurso de 1950 a favor de la comunidad del carbón y el acero: "Europa no se hará de golpe". Efectivamente, aquella iniciativa de unidad política un tanto visionaria, surgida de las ruinas de la segunda contienda mundial, en plena guerra fría, ha crecido en cinco ampliaciones a lo largo de casi medio siglo para abarcar a 455 millones de ciudadanos y dotarse de una Constitución que ha de estrechar los vínculos y depurar los mecanismos democráticos de una estructura singular entre las entidades políticas del mundo. Es difícil no sentir cariño, un afecto suave pero persistente, hacia el devenir de ese mosaico en el que se disponen a incorporase Rumanía y Bulgaria y que no estará completo sin Croacia, sin Serbia y Montenergo, sin Bosnia-Herzegovina. Aunque sólo sea por motivos generacionales, quienes nacimos alrededor de 1957 y tenemos, más o menos, la edad de la Unión Europea poseemos una biografía incrustada de estímulos y emociones procedentes de ese "espacio del torbellino histórico", de esa "noción histórica de fronteras cambiantes", plural y contradictoria, que, en palabras de Edgar Morin, es Europa. Estímulos y emociones que nos han moderado y exaltado al tiempo, que nos han entrenado en la complejidad, la diversidad y el debate. Escarmentada en los horrores del pasado, Europa es hoy un crisol de fórmulas de interacción y de mezcla de soberanías, un ámbito donde se ensayan y se engrasan conceptos como las redes de políticas y la gobernación multinivel, en una perspectiva, a veces farragosa y burocrática, de paz y de progreso. Está ocurriendo y lo estamos viviendo. Ese rompecabezas al sur de los Urales, en la península occidental de Asia, encierra una esperanza para el siglo.

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