Columna

Cuestión de fe

Últimamente Dios no nos da más que disgustos, como el Madrid, o la cultura, esa cosa que no se come pero que es tan importante que nadie sabe muy bien qué hacer con ella ni dónde ponerla. Claro que desde el otro lado de la verja lo verán justo al contrario. Para el arzobispado de Madrid es precisamente la cultura la que le da disgustos a Dios, como antes se los había dado y muchos, al Gobierno de Aznar, ese estupendo cristiano que no veía, por cierto, conflicto moral alguno en lanzarse a una guerra insensata en contra de la oposición, por una vez inequívoca, del mismísimo Papa de Roma. Los obi...

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Últimamente Dios no nos da más que disgustos, como el Madrid, o la cultura, esa cosa que no se come pero que es tan importante que nadie sabe muy bien qué hacer con ella ni dónde ponerla. Claro que desde el otro lado de la verja lo verán justo al contrario. Para el arzobispado de Madrid es precisamente la cultura la que le da disgustos a Dios, como antes se los había dado y muchos, al Gobierno de Aznar, ese estupendo cristiano que no veía, por cierto, conflicto moral alguno en lanzarse a una guerra insensata en contra de la oposición, por una vez inequívoca, del mismísimo Papa de Roma. Los obispos consideran que el ya famoso título de esa obra de teatro que nadie ha visto "es la expresión más abrupta de la blasfemia" y exige "que la obra sea retirada inmediatamente de cartel". Y, sin embargo, la absurda película de Mel Gibson, en la que se confunden de manera alarmante hechos con símbolos, metáforas con historia, milagros con ramplones efectos especiales (ignorando que el milagro depende de la fe más de lo que depende la fe del milagro), les pareció de lo más adecuada. Si por ellos fuera o por Oriana Falacci o por el citado señor Gibson, a Cristo lo hubiera salvado un buen abogado criminalista o tal vez Pedro, si no hubiese tenido tanta prisa en envainar la espada.

No sé lo que saben los obispos de teatro, de cine por lo que se ve no saben nada. No he visto la dichosa obra y la verdad es que, a juzgar por el título, no parece muy prometedor el asunto, ni parece que este cuñado impertinente sea Samuel Beckett, pero no se trata de eso. A una obra de teatro la condenan los críticos y el público y ese es todo el infierno que merece un autor, que no es poco. Sorprende en cualquier caso que la Iglesia católica esté siempre tan dispuesta a sentirse más herida por los agravios ajenos que por los propios. No es una actitud muy cristiana. Cualquiera que haya leído las Sagradas Escrituras con un mínimo de atención tiene que darse cuenta de que el infierno es una parte muy negra de nosotros mismos. El infierno, me temo, no son los otros. Ni es el demonio un vampiro con capucha sacado de una mala secuela de Matrix, como piensa el señor Gibson, ni la sonrisa desdentada de los judíos, sino el abismo que habita en el reverso de nuestras almas que por otro lado no está en el centro del pecho sino en algun rincón privilegiado de nuestra inteligencia. Habría que recordarles a todos que Cristo muere una y otra vez y cada día en una cruz que a pesar de lo que nos dicen ellos, no es suya sino nuestra. Esto es, sin duda, lo que más me preocupa, que los obispos no sepan nada de cine, o de teatro, no es grave, que suspendan en religión, la verdad, asusta un poco. Siguiendo con la carta del Arzobispado, estos guardianes de las buenas costumbres, consideran que el montaje "incurre en delito grave contra los sentimientos religiosos de la mayoría de los madrileños". Me parece muy bien teniendo en cuenta que la apreciación nos llega de aquellos que condenan al fuego eterno a quienes practican el sesentaynueve con personas de su mismo sexo, al tiempo que condenan a muerte a media África al proponer castidad en lugar de preservativos. La Iglesia católica parece haber olvidado hace tiempo, mucho tiempo, que el respeto es una carretera de dos sentidos. Que el respeto se gana respetando.

A mi la fe, cualquier fe y, por supuesto, la cristiana, que es la mía, me parece un asunto muy serio. Pero un asunto íntimo. Cada hombre busca un Dios dentro de sí mismo y esa es una búsqueda muy dura y muy noble y a ese Dios no hay quien le cague encima. No se profana una fe con un mal título, ni con una mala, o buena, obra de teatro. A Dios le han matado muchas veces y siempre resucita, esa es su naturaleza. Los obispos deberían tener un poco más de confianza -que es una forma menor de fe- en sus cosas y respetar al tiempo las cosas de los demás. Al fin y al cabo, el reino que hay que defender no es de este mundo. Dios existe en la caverna de nosotros mismos desde que el hombre es hombre, en esa línea de sombra que separa nuestra esperanza de nuestro miedo. No precisa de soldados que lo guarden. Si algo nos enseñó Cristo en Getsemaní es que precisamente es la duda la que nos reconcilia con Dios y con los hombres. Es la certeza la que nos convierte en bestias o, lo que es lo mismo, en fanáticos.

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