Columna

La espera

Cuando yo era niña, y los libros a mi alcance eran pocos -releídos con devoción una y otra vez, sagrados-, la noche de un día como hoy, la vigilia de un día como el de mañana, me quitaba el sueño, como suele suceder con las mejores vísperas de una vida. Por entonces, también los entretenimientos resultaban escasos aunque, en justa compensación, los descubrimientos que conllevaban parecían -y lo eran- grandiosos. Pero, amigos, ¡la espera! Eso era lo mejor.

La expectativa de un buen programa en el cine más cercano, la de una ansiada retransmisión radiofónica desde el Liceo, y las tres pru...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Cuando yo era niña, y los libros a mi alcance eran pocos -releídos con devoción una y otra vez, sagrados-, la noche de un día como hoy, la vigilia de un día como el de mañana, me quitaba el sueño, como suele suceder con las mejores vísperas de una vida. Por entonces, también los entretenimientos resultaban escasos aunque, en justa compensación, los descubrimientos que conllevaban parecían -y lo eran- grandiosos. Pero, amigos, ¡la espera! Eso era lo mejor.

La expectativa de un buen programa en el cine más cercano, la de una ansiada retransmisión radiofónica desde el Liceo, y las tres pruebas que la modista del barrio requería para el vestido a lucir en la boda de un pariente, proporcionaban tanto o más placer, tanta o más excitación que las películas, la ópera en directo y la propia ceremonia nupcial. Los hijos de los pobres estábamos especialmente bien dotados para disfrutar las esperas, porque habíamos mamado desde la cuna la noción de que las desgracias reservadas a nuestra clase -un despido, un desahucio, una enfermedad, una borrachera, una paliza, una barriga a destiempo- nunca avisaban con anticipación. Aprendimos, por consiguiente, a temer a lo inesperado. Y a esperar con amor aquellos acontecimientos que se anunciaban, que regresaban invariablemente, que ya había probado su capacidad para mejorar la calidad de nuestra existencia.

Vigilias memorables: la del jueves de Corpus, comprando serpentinas para la procesión; la de la verbena de Sant Joan, recogiendo leña y adquiriendo petardos; la de la feria de Sant Ponç, preparando los frascos adecuados para las frutas confitadas, el arrope, el almíbar. Y la de Sant Jordi, anticipando mi encuentro con el libro que yo misma podría elegir, de la mano de la persona mayor que afectuosamente me lo brindaría.

No había mucha variación en las ediciones baratas, pero su mera existencia, a mi alcance, un día al año, las convertía en preciosas. Si hoy me hicieran la pregunta tonta -qué libro me llevaría a una isla desierta-, no dudaría en responder: Oliver Twist, de Charles Dickens, mi primera lectura. Precisamente, aquel humilde ejemplar con el que mi tío Amadeo, una Diada de Sant Jordi, me inoculó el virus de la literatura.

Archivado En