Columna

Un alivio

Muchos de los que hace un mes, a las siete y media de la mañana, circulaban en los trenes de cercanías por el Corredor del Henares, seguramente habían criticado el apoyo del Gobierno español a la intervención armada en Irak. Muchos posiblemente se habían manifestado en contra y acaso unieron su grito de repulsa al de quien participaba en la marcha de protesta con la banderita o la pancarta, ese individuo que ya había previsto exterminar a una serie de paisanos a los que no ponía rostro, pero que quizá estuvieran entre los que saludaba en la escalera de su casa o compraban en su comercio de rop...

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Muchos de los que hace un mes, a las siete y media de la mañana, circulaban en los trenes de cercanías por el Corredor del Henares, seguramente habían criticado el apoyo del Gobierno español a la intervención armada en Irak. Muchos posiblemente se habían manifestado en contra y acaso unieron su grito de repulsa al de quien participaba en la marcha de protesta con la banderita o la pancarta, ese individuo que ya había previsto exterminar a una serie de paisanos a los que no ponía rostro, pero que quizá estuvieran entre los que saludaba en la escalera de su casa o compraban en su comercio de ropa o telefoneaban en su locutorio, esos con los que coincidía en el rechazo a la guerra mientras tomaban una caña en el bar y a los que el pasado 11 de marzo impidió que volvieran a expresar sobre esa cuestión las mismas opiniones que tenía él.

Casi medio siglo antes de esta tragedia, el Corredor del Henares sólo estaba habitado por los que habían nacido en sus pueblos, la gente de Alcalá, Coslada o San Fernando que en los días de fiesta recibía a los excursionistas de Madrid. Éstos llegaban en tren, o en el taxi que el resto de la semana prestaba su servicio en la capital, o en bici junto a otros ciclistas para bañarse en el río Jarama. Lo cuenta una novela famosa y otra se refiere a los perdedores de la Guerra Civil, condenados a una vida precaria por el general que mandaba en España. Estos hombres vinieron también al Corredor del Henares a conseguir el sustento que faltaba en su tierra. Eran andaluces, extremeños o murcianos, por ejemplo; se colocaron en las peonadas de Chinchón o Mejorada del Campo o en las fábricas de Torrejón o Arganda, y ahí arraigaron.

Desde mediados de los años sesenta, el cinturón industrial instalado en el Corredor del Henares -Standard Eléctrica y Perkins, entre otras empresas- se alfombra de octavillas contra la dictadura. De los resistentes antifranquistas de esta zona destacan los nombres de Marcelino Camacho, que funda un sindicato obrero, y José María de Llanos. Este último es jesuita y deja su confortable entorno para compartir las condiciones infrahumanas de los vecinos del Pozo del Tío Raimundo, inquilinos de unas chabolas enclavadas en el lodazal. Probablemente las conoce de oídas ese otro jesuita exclaustrado, pasivo y silencioso profesor de la Complutense durante este tiempo de lucha por la libertad, que al volver a su feudo será presidente de un partido nacionalista y, ya con el don de lenguas recuperado, hablará a los suyos de la bota de Madrid.

Evidentemente, para caminar por aquel Pozo del Tío Raimundo hay que calzar botas y, aun así, te pringas de un barro que el agua caliente no extirpa. Pero lo que quiere decir ese profesor es que la bota madrileña del Pozo aplasta el alejado territorio donde él tiene su clientela. Y esto, que parece un despropósito, esconde una verdad: porque en el Corredor del Henares se ofrece empleo sin otros requisitos que los laborales y no importa la procedencia de nadie para ocupar un puesto, y eso hunde la patria de los caudillos nacionalistas. En los trenes de la muerte del 11 de marzo iban los manchegos, rumanos, madrileños y marroquíes que nutren hoy la plantilla de cualquier empresa de la capital, viajeros del Corredor del Henares que no llegaron a su trabajo porque otro inmigrante los utilizó de munición para combatir la ocupación de un país remoto.

Las familias de estos muertos, de estos heridos, no tienen otra patria que su dolor. La insania de un patriota se lo ha provocado y la solidaridad internacional se expresa en una frase - "todos somos madrileños"-, que no debe considerarse una reivindicación lugareña, sino el elogio de esa convivencia pacífica entre diferentes, que se da en Madrid. Como cualquiera comprueba, esta ciudad forma un espacio compuesto de calles, transportes, bares y edificios poblados por trabajadores de todas clases, donde no prevalecen banderas, razas ni grupos sanguíneos y de la que tratan de aprovecharse esos demagogos que del sitio de nacimiento de un hombre elevan un monumento a la irracionalidad. El testimonio de Madrid arruina el negocio de los patriotas de la bomba o de la palabra. Pero que Madrid no sea una patria es, tal como está el mundo, un alivio.

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