Tribuna:

Descolocados

Recuerdo que en un hotel de Islamabad, hará pronto unos quince años, se me ocurrió pedir una cerveza al servicio de habitaciones. Llegó a los pocos momentos cubierta por un velo negro, y el camarero me saludó con una profunda reverencia al tiempo que recitaba una especie de salmo en árabe. Le dije que no le había entendido y entonces el camarero explicó que se trataba de un saludo de bienvenida, puesto que yo provenía de España, un país musulmán. El error del camarero me indujo a realizar averiguaciones y pude comprobar que en los mapas del mundo islámico la península Ibérica -coloreada en ver...

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Recuerdo que en un hotel de Islamabad, hará pronto unos quince años, se me ocurrió pedir una cerveza al servicio de habitaciones. Llegó a los pocos momentos cubierta por un velo negro, y el camarero me saludó con una profunda reverencia al tiempo que recitaba una especie de salmo en árabe. Le dije que no le había entendido y entonces el camarero explicó que se trataba de un saludo de bienvenida, puesto que yo provenía de España, un país musulmán. El error del camarero me indujo a realizar averiguaciones y pude comprobar que en los mapas del mundo islámico la península Ibérica -coloreada en verde- configuraba, efectivamente, el extremo occidental del ámbito musulmán, cuyo extremo oriental quedaba en las costas del Pacífico, Mindanao, Borneo y la península malaya. Ese recuerdo volvió a mi memoria tras la lectura del artículo del Gilles Kepel, publicado en estas mismas páginas el pasado 18 de marzo, que llevaba por título La yihad de Al-Andalus. La palabra yihad figuraba también en el título de la colaboración de Antonio Elorza, publicada aquel mismo día.

El 18 de marzo. Es decir: una semana después del 11 de marzo. Y es que, en razón de su propia inmensidad, el significado de lo ocurrido tardó tiempo en cobrar cuerpo en la conciencia de todos nosotros. El 11 de marzo pilló a todo el mundo descolocado, el propio Otegi incluido. Lo que en un principio pareció producto de la tecnología etarra se fue revelando poco a poco como una operación terrorista con el sello de Al Qaeda. En lugar de varios aviones estampados contra diversos edificios de diferentes ciudades, varias mochilas con explosivos, repartidas por diversos vagones, para que estallaran en tres estaciones diferentes. En este punto -sólo en éste- era errónea la información de Kepel: los trenes no llevaban retraso ni podían haber hecho explosión simultáneamente en Atocha. Cada uno estalló exactamente como había sido previsto.

Lo que inicialmente pareció ser consecuencia de un problema interno español se convirtió de pronto en un problema mundial, con especial repercusión en la vida cotidiana de los principales países europeos. Sobre todo, y por diversos motivos, en Inglaterra y Francia. Sólo que el primer golpe lo ha recibido España y un amplio abanico de amenazas ha empezado a extenderse sobre el horizonte peninsular, como a la espera de un nuevo golpe, sea aquí, en Francia, en Inglaterra o en cualquier otro lugar. No sólo en relación a los eventos y celebraciones previstos para los próximos meses, sino sobre todo en relación a los actos más cotidianos: tomar el metro, subir al tren, ir al cine, a una disco, a un concierto multitudinario, acercarse a una consigna, a una papelera... ¿Cuántos puentes, cuántos túneles, cuántos kilómetros de vía férrea habrá que tener bajo control?

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Semejante situación, además, vendrá a dificultar la convivencia en una sociedad donde la inmigración desempeña un papel cada vez más relevante. Pues, aunque sólo algún que otro lerdo no sabe que árabe, musulmán y terrorista no son conceptos sinónimos, lo cierto es que el común de la gente tampoco sabe cómo distinguir al uno del otro. Y las autoridades, sin ideas claras acerca de lo que hay que integrar, suelen incurrir en constantes contradicciones. Por un lado se mandan las mezquitas a los polígonos industriales porque molestan a los ciudadanos, es decir, a los electores; por otro, dado que el asunto no molesta a los ciudadanos, se tiende a mantener una actitud permisiva en la cuestión del velo en las escuelas, con el argumento de que se trata de un rasgo étnico, cuando no de una moda. Con lo que se soslaya la realidad, como bien han establecido en Francia, de que el velo es una exteriorización del sometimiento de la mujer, como una buena argolla pudiera serlo para el esclavo. Yo diría que tanto el rechazo frontal como el acatamiento de hábitos que una sociedad laica no tiene por qué aceptar son aspectos contrapuestos de un mismo síndrome, lo que pudiéramos llamar síndrome de Almanzor, mítico jinete llegado de Oriente sin otro designio -en la imaginación popular- que arrasar la Península de Norte a Sur y de Este a Oeste, desde Santiago de Compostela hasta Barcelona. No es casual que aún ahora Almanzor sea uno de los nombres más frecuentes entre los caballos de monta que hay en España.

Poner remedio a todo eso tiene algo de cuadratura del círculo, toda vez que la clave se encuentra fuera del suelo europeo. Hay decisiones de carácter político que pueden ser adoptadas de inmediato, como determinadas medidas de seguridad. O una política de total respaldo a los Estados laicos de mayoría musulmana, que por el momento se reducen a Turquía y a la comunidad turcochipriota. Pero parece obvio que el verdadero objetivo no es otro que el de lograr la democratización política y el desarrollo económico de la totalidad del mundo musulmán. La duración de tal empresa, labor de dos o tres generaciones, le resta atractivo -tanto aquí como allí- ante los ojos del ciudadano, que tiende a descartarla. Sucede, además, que el verdadero problema reside en el cómo, en cómo lograr ese desarrollo cuando el principal obstáculo es el que constituyen las clases dirigentes de esos países, en su mayoría reyes despóticos o dictadores en ocasiones disfrazados de demócratas, cuando no directamente ayatolás. ¿Qué muchos de ellos tienen el respaldo de Occidente? Por supuesto. La gran responsabilidad de Occidente consiste en haber apoyado, desde mediados del pasado siglo, a los regímenes fundamentalistas frente a los panarabistas laicos, principalmente Egipto, Irak y Siria, por considerarlos peligrosamente revolucionarios y contrarios a sus intereses. Lo demás, las otras culpas, componen un ejercicio de toma y daca, a través de los siglos, desprovisto a estas alturas de sentido: un colonialismo extendido a expensas de las ruinas del Imperio Otomano, un Imperio Otomano construido sobre las ruinas de Bizancio y del rosario de plazas regentadas por las órdenes de caballerías... Y así siguiendo. Una retahíla de mutuos agravios que sólo para un islamista conservan su vigencia.

Luis Goytisolo es escritor.

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