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Ausencias

ESTUVE EN Mallorca. Hace algunos años murió allí una tía abuela mía. Antes de partir le pregunté a mi madre por ella, pues ni siquiera estaba seguro de que estuviese viva. Me confirmó que no. Al llegar busqué su nombre en el listín telefónico y aún aparecía. Llamé y atendió una mujer. Me dijo que habían sido grandes amigas y que de hecho había vivido con ella los últimos años. Quedamos para almorzar.

La mujer me contó de mi tía. Me enteré de lo que no sabía y escuché versiones distintas de lo que creí saber. Viajes en barco a Europa con cierto capitán de fragata con quien ella se casó m...

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ESTUVE EN Mallorca. Hace algunos años murió allí una tía abuela mía. Antes de partir le pregunté a mi madre por ella, pues ni siquiera estaba seguro de que estuviese viva. Me confirmó que no. Al llegar busqué su nombre en el listín telefónico y aún aparecía. Llamé y atendió una mujer. Me dijo que habían sido grandes amigas y que de hecho había vivido con ella los últimos años. Quedamos para almorzar.

La mujer me contó de mi tía. Me enteré de lo que no sabía y escuché versiones distintas de lo que creí saber. Viajes en barco a Europa con cierto capitán de fragata con quien ella se casó muy joven. Divorcio y vuelta de romance con el médico de a bordo. Años porteños de bohemia latinoamericana, y poetas y pintores y juergas de mitad de siglo en una Buenos Aires que ya no existe, como casi todo. Y luego este señor enorme y con caminar de elefante al que decidió unir su vida. El señor era escritor y bastante bueno, según parece. Se instalaron en París y a él le dieron el Premio Nobel. En mejor situación económica comenzaron a pasar largas temporadas en Mallorca. Él murió antes que ella y a partir de entonces mi tía dedicó sus días a escribir las memorias de su vida juntos. La mujer con la que almorcé me las pasó en un disquete. Ahí estaban todos. Mi madre, mis tíos, mi abuelo que no conocí y que conozco tanto, la casa de El Tigre que Blanca y Miguel Ángel compraron para los sobrinos. Les gustaba llamarla la república de los niños y organizaban asambleas en las que eran los pequeños los que deliberaban acerca de las leyes que se promulgarían. Años antes, en Nicaragua, y respondiendo al llamado del general De Gaulle, Miguel Ángel había fundado la embajada de la Francia libre.

En los recuerdos de juventud que Miguel Ángel le contó a Blanca aparecía de nuevo París. Eran los años, según dicen, en que aquella ciudad era una fiesta. André Breton acababa de dar a conocer su manifiesto y ninguna obra que se preciara podía prescindir de ser publicada allí. Así llegaban los latinoamericanos, fascinados de hallarse en el ombligo cultural del mundo, y así los recibían los europeos, encantados de contar con ejemplares tan exóticos como este maya letrado que no sólo sabía escribir, sino que combinaba el buen hacer narrativo con historias heredadas de las del Popol-Vuh, la antigua Biblia maya-quiché. Tardarían todavía unos años en encontrar un nombre para todo aquello: realismo mágico, le pusieron.

Uno de los escasos días de mi estancia en Mallorca coincidió con el segundo aniversario de la muerte de Blanca, y la mujer con la que almorcé me invitó a que fuera a la misa. Por el pasillo de aquella iglesia vi pasar en lenta procesión a todos los que la habían conocido. Caminaban hacia el altar para tomar la comunión, pero a mis ojos se aparecieron como figuras de otra época, fantasmas seguramente. Uno a uno se acercaron a saludarme respetuosos: era el único familiar presente.

No sé cómo es que ocurre aquello, con qué caprichoso criterio nos coloca el destino en los lugares por los que nuestros caminos se encuentran con lo que hemos sido. Revisando en las memorias de mi tía, hallé un poema que un querido amigo de Miguel Ángel -Arturo Uslar Pietri- le dedicó a su muerte. Juntos habían compartido aquella efervescente juventud parisiense; el original lo llevaba Blanca siempre consigo. Se llama Ausencia de Asturias y paso a transcribirlo con la esperanza de que resuma de alguna misteriosa manera las sensaciones que me atravesaron en ese encuentro con mis muertos.

"Recuerdas Miguel / cuando íbamos con Roviro Dorio, / Alclasan, Emulo Lipolidón y Pimalina, / a topar con monsieur Gide/ con monsieur Valéry, / oyendo sin oír sus tambores areitos / ecos de náhuatl, / quejidos de tortura, / cuentos de Popol-Vuh / y cantos de negros del Caribe / ¿en busca de qué? / No sé Miguel Ángel si lo encontraste, / espero que no, / no era para encontrar que habíamos partido / sino para la gran jornada / de lunas y soles sin término, día a día / que pasa por tantos sitios innominados / de nuestra alma, / en todos los lugares que tiene y que no tiene / la tierra. / Estabas orgulloso, pero triste y agobiado / de llevar encima sin tregua / aquella cabeza de guerrero maya / que iba a ser decapitada / mientras esperabas / en la noche irreconocible del boulevard, / que apareciera el Gran Tapir del Alba. // Me faltas Miguel como una mano, como un ojo, / como los dos ojos de mirar en lo obscuro, / como la voz, / la voz del guía perdido / con el que íbamos a ciegas / en busca del mundo. // No me hago, Miguel, / a hallar la silla del café vacía / a no ver en el aire tu presencia, / a no oír nunca más el susurro / con el que podías nombrar todas las cosas / por primera vez...".

Y entonces París se queda chica, con sus vanguardias y sus surrealismos, con todas sus modernidades juntas. Dos siluetas desarman el mundo en la madrugada del boulevard, a miles de kilómetros de su tierra y a paso lento, con todos los años del planeta por delante.

No sé decir por qué escribo todo esto ni qué significado tiene. Tal vez es sólo que me emocionó leerlo. Que andan todos por ahí, que están ahí esperando en cada sombra y en cada cajón que guarde una carta antigua. Que se puede hablar con ellos porque no se han ido a ningún sitio. Y quizá en el fondo, porque como un ojo, como una mano, a mí también me pesan sus ausencias.

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