Tribuna:

Los siete pilares

Jamal Zougam, uno de los marroquíes detenidos por el atentado de Madrid, dice que por encima de él sólo está Dios. Si alguien lo hubiera escuchado hablar de esta forma antes del atentado, habría podido pensar dos cosas: que estaba loco o que era un sujeto altamente peligroso. O habría podido pensar una sola: que era un loco temible, capaz de todo. Pero ocurre algo quizá más grave: la afirmación de Jamal Zougam no es enteramente excepcional. Jamal Zougam no es un caso único. Una de las características del mundo árabe y en particular del islam, rasgo de ahora y de siempre, es la enorme diversida...

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Jamal Zougam, uno de los marroquíes detenidos por el atentado de Madrid, dice que por encima de él sólo está Dios. Si alguien lo hubiera escuchado hablar de esta forma antes del atentado, habría podido pensar dos cosas: que estaba loco o que era un sujeto altamente peligroso. O habría podido pensar una sola: que era un loco temible, capaz de todo. Pero ocurre algo quizá más grave: la afirmación de Jamal Zougam no es enteramente excepcional. Jamal Zougam no es un caso único. Una de las características del mundo árabe y en particular del islam, rasgo de ahora y de siempre, es la enorme diversidad de tendencias, de interpretaciones, de versiones. Estoy lejos de ser un conocedor de estos asuntos, pero he leído algunas cosas; he visitado en forma detenida el interior de la Medina de Fez, en la región central de Marruecos; he preguntado y he conversado con personas de esos mundos, y he llegado a formarme la impresión siguiente: dentro de la diversidad de corrientes, del amplio abanico de creencias, hay algo que siempre se mantiene. Es una tendencia, una especie de inclinación vertiginosa, a anular a la persona, a sumirla y hacerla desaparecer en una divinidad que lo abarca todo.

Como lo he dicho a menudo, creo que la historia y las sociedades se entienden mejor desde la literatura que desde la misma ciencia histórica o la sociología. Con la salvedad, claro está, de que la buena historia, desde Heródoto en adelante, es buena literatura. Reabro, pues, mi vieja y modesta edición de Los siete pilares de la sabiduría, uno de los grandes clásicos de la literatura inglesa moderna, obra de T. E. Lawrence, conocido también como Lawrence de Arabia, y me encuentro con frases subrayadas. Lawrence fue uno de esos ingleses que salen de su isla y se apasionan por otra región del planeta, que la estudian a fondo y hasta cierto punto, con el corazón y la memoria, se quedan en ella. Lawrence, coronel del Ejército inglés, se enamoró del mundo árabe, donde le tocó actuar durante la Primera Guerra Mundial. La idea militar consistía en apoyar las sublevaciones árabes contra el imperio otomano, en momentos en que Turquía era aliada de Alemania y enemiga de Inglaterra. Pero Lawrence fue mucho más lejos. Su libro es una maravillosa combinación de literatura narrativa y de análisis cultural. Y leído o releído en estos días, en el contexto del terrorismo, de Al Qaeda, de este extraño Jamal Zougam, es de una actualidad absolutamente extraordinaria. Lawrence habla de los aldeanos, campesinos, miembros de tribus de la parte del planeta que habla en árabe y sostiene que no conocen los medios tonos. Era gente, escribe, de colores primarios, o más bien de blanco y negro. "Era, sostiene, un pueblo dogmático que despreciaba la duda, nuestra moderna corona de espinas". En otras palabras, la duda, la atmósfera intelectual en la que nos movemos nosotros, no es propia de aquellas regiones. Después agrega que era un pueblo de espasmos, de levantamientos súbitos. Y explica que la base común de todos los credos semíticos, esto es, de las creencias que surgieron en dicha región, es "la idea siempre presente del no valor del mundo". Y añade otro concepto: el beduino, a diferencia del protestante y de los modernos católicos, no podía buscar a Dios dentro de él mismo. Estaba demasiado seguro, por el contrario, de "estar él dentro de Dios". Y el notable escritor que era T. E. Lawrence, o Lawrence de Arabia, concluye: "Eran incorregibles hijos de la idea, indiferentes y ciegos para los colores, para quienes el cuerpo y el espíritu se encontraban en oposición eterna e inevitable. Su mente era extraña y oscura, llena de depresiones y exaltaciones, carente de norma, pero con más ardor y más fértil en creencias que ninguna otra".

Pertenecer a una cultura que tiende a las creencias dogmáticas, más bien indiferente a los matices, permite, en sus formas extremas, organizar golpes como el del 11 de septiembre en Nueva York o el del 11 de marzo en Madrid. Por supuesto, existe y siempre ha existido un gran humanismo árabe. No es lo mismo Averroes que Jamal Zougam, así como no es lo mismo Kant que Adolfo Hitler. Pero Lawrence, que amó al mundo árabe, vio, al mismo tiempo, su posibilidad de fanatismo y de extremismo. Yo había tomado Los siete pilares de la sabiduría por casualidad, aburrido de leer novelistas actuales, buscando un gran libro sabio, sustancioso, capaz de constituir, más que una diversión pasajera, una experiencia de lectura, y de pronto, viendo las imágenes de la televisión, comprendí que una idea fija puede encerrar venenos mortales. Pensé que la duda occidental era muy buena, y que es buena, sobre todo, frente a cualquier otra actitud, la compasión humana. Hablé con amigos de allá, me comuniqué con gente de acá, y saqué algunas conclusiones que antes me habría costado sacar.

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Por ejemplo, me dije que somos, a pesar de las apariencias y por encima de otras cosas, hispanófilos. Antes que afrancesados o simpatizantes del mundo anglosajón. Esto me lo dijo un chileno de origen alemán y que vive en Estados Unidos. Me lo dijo por el correo electrónico y compartí su afirmación con entusiasmo. He leído a Faulkner, a James Joyce y a Marcel Proust, entre otros, pero comencé con el francés Julio Verne y con el castellano Azorín, con Pablo Neruda y Antonio Machado, y recuerdo una piscina medio en ruinas donde había un volumen roto, descuadernado, de Amado Nervo, un texto que llegué a conocer de memoria. En consecuencia, hispanófilo e hispanoamericanista. Además, muchos de mis antecesores padecieron de una enfermedad que fue bautizada como "parisitis", y yo mismo recibí ese contagio. Pero en los últimos años he derivado a Madrid, y lo confieso de un modo abierto, sin mayores reservas. Paso temporadas debajo de la plaza de la Cebada, a un costado de la plaza de la Paja, entre la costanilla de San Pedro y la calle de Segovia, y hace rato he llegado a la conclusión de que no lo cambio por nada.

El atentado del 11 de marzo me sirvió para tomar conciencia plena del asunto, para asumir mi condición de madrileño y madrileñista. No sé si el Gobierno de José María Aznar manipuló la información o no la manipuló. Preferiría que no lo hubiera hecho, pero ahora tengo la impresión de que tuvo una reacción inmediata electoralista, politiquera, y eso es lo peor de la política. El atentado, y en esto no cabe duda, no tenía el estilo, la huella de ETA. Alguien me dijo desde Barcelona que esto se podía deber a que ETA estaba desmantelada y, por este motivo, probablemente sentía la tentación de dar palos de ciego. Pero los signos, los síntomas, apuntan a otra parte, a la conexión árabe. Y la lectura de un viejo libro, de un clásico moderno de la vieja Inglaterra, me parece toda una confirmación. "Como narración de guerra y aventura", dijo Winston Churchill, "es insuperable". Y yo agrego algo más: como historia de amor, como relato de una pasión y de una compenetración con el otro, con un mundo ajeno.

Salgo de mi residencia de Madrid, subo a la plaza de Tirso de Molina y bajo por Atocha hasta la estación. Paso por el frente de tiendas de ortopedia y de establecimientos donde las piernas de jamón, sudorosas, húmedas, cuelgan del techo. Rodríguez Zapatero anuncia que retirará las tropas españolas de Irak y no sé si estoy de acuerdo. Una cosa no es consecuencia estricta de la otra: estar en desacuerdo con la guerra, y lo estuve, y lo dije en su oportunidad, no implica abandonar en este momento a Irak a su suerte. Comprendo, sin embargo, que se trata de un anuncio matizado. Las tropas serían retiradas en junio, y siempre que no sobrevenga un compromiso de Naciones Unidas. Pero pueden pasar todavía muchas cosas. Y en materia de política exterior, como ya lo afirmaron los clásicos, es imperativo evitar la precipitación y el exceso de celo. El franquismo, con todas sus carencias, tuvo una política internacional coherente, sostenida, sin cambios demasiado bruscos. Una de sus constantes era la mantención de buenas relaciones con el vecino mundo árabe. Uno de los errores del Gobierno de Aznar consistió, quizá, en cambiar en forma demasiado rápida, concediendo una prioridad excesiva a la alianza con Washington y descuidando la relación con los grandes países europeos. Ahora, sin embargo, todo el tejido se hallaba en un proceso de reconstrucción. Los franceses se reunían con los ingleses y los alemanes. El canciller Schröder dialogaba con el presidente Bush. ¿Había que retirar las tropas españolas de Irak sin decir agua va? No sé. No puedo opinar sin la información mínima e indispensable.

Después de los terribles sucesos del jueves 11, lo que menos me gusta es que los fanáticos de Al Qaeda puedan sentir que han ganado, que sus objetivos se han cumplido. En cambio, admiro la reacción popular de solidaridad, de dignidad: la gente que llevaba frazadas y bidones de agua desde los edificios vecinos al lugar de la tragedia. Y el formidable trabajo de bomberos, médicos, auxiliares, policías, conductores de ambulancias... Me imaginé al Madrid sitiado de la época de la guerra, pero habían transcurrido décadas, y la ciudad de ahora, la que nos mostraba la televisión, era moderna y antigua, eficaz y dotada, a la vez, de un espíritu amistoso, generoso, y en el mejor sentido de esta palabra, de pueblo. Pues sí, querido amigo: hemos terminado por descubrir que somos, después de todo y con todo, hispanófilos. Comenzamos con Julio Verne y Azorín, y hemos seguido, cerca del final del largo recorrido, con Cervantes. Ni más ni menos.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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