Columna

Proyectos

Hace un par de días vi en los paneles una publicidad de la Junta que anima a la juventud a participar en el evento que se avecina y del que depende la gran fiesta de la democracia, la elección de los parlamentarios. En la fotografía se ven dos o tres adolescentes de catálogo, sobre motocicletas bien bruñidas o sorprendidos en el repaso de un libro, mientras el lema, breve y conciso, relaciona las urnas y el futuro: si quieres defender tu proyecto, vota. He vuelto a casa meditabundo, dándole vueltas a este anuncio, con el dichoso eslogan enquistado en algún pasillo del cerebro del que se negaba...

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Hace un par de días vi en los paneles una publicidad de la Junta que anima a la juventud a participar en el evento que se avecina y del que depende la gran fiesta de la democracia, la elección de los parlamentarios. En la fotografía se ven dos o tres adolescentes de catálogo, sobre motocicletas bien bruñidas o sorprendidos en el repaso de un libro, mientras el lema, breve y conciso, relaciona las urnas y el futuro: si quieres defender tu proyecto, vota. He vuelto a casa meditabundo, dándole vueltas a este anuncio, con el dichoso eslogan enquistado en algún pasillo del cerebro del que se negaba a ser desalojado a la vez que interrumpía el paso a otros pensamientos que tal vez traían más prisa. Lo primero que se me ha ocurrido es que ya resulta bastante sintomático que la juventud precise de una campaña publicitaria para acudir a votar, como si esto de la democracia fuese una marca de calzado o una cadena de hamburgueserías que pudiera acabar a pique de no producir los beneficios exigidos por el mercado. Y algo de eso hay, sí. Los analistas políticos y los especialistas en oncología social observan con recelos los resultados electorales en esos glaciales países de los fiordos, donde la participación apenas alcanza el mínimo porcentaje determinado por la ley, y donde un pueblo culto y egoísta parece haber alineado las elecciones junto con la gripe y la inflación dentro de su cuota de males menores y necesarios para vivir. Ignoro si será la incapacidad de los gobernantes para respetar sus promesas, o la obvia esterilidad de los aspirantes a trepar al escaño vacío lo que provoca este pesimismo, esta aceptación anticipada de la derrota que nos hace no movernos de casa en el día fijado, mientras tratamos de disipar el vago malestar que, como una mosca, nos importuna al abrir un libro o encender el televisor. Una de las razones para acabar por no votar, como yo probablemente haga dentro de un par de semanas, es presionar con demasiadas reflexiones un objeto que apenas aguanta la fuerza de dos dedos sin romperse; otra es, sin más, no dedicarle ninguna reflexión en absoluto, como les sucede a esos descarriados para los que la Junta ha diseñado su campaña por las vallas de Andalucía.

Ya quisiera yo poder decir a los jóvenes del cartel lo que el sentido común aconseja, que el plebiscito representa al poder que dimana de cada uno de nosotros, que introduciendo el sobrecito a través de la ranura estamos participando en un futuro común y comprometiéndonos en los retos venideros, que un país exige esfuerzo, gimnasia, imaginación y desilusiones. Pero escribo toda esta retahíla de palabrotas en el papel y siento que los dedos se me caen de vergüenza, que jamás podré convencer a nadie porque yo tampoco me lo creo. Si quieres defender tu proyecto, dice el panel, vota: sí, pero ¿a quién, a qué? Entiendo que los escandinavos dejen de ir a las urnas al reparar en que los rostros de los candidatos estampados junto a las autopistas se diferencian sólo en mínimos matices, en sombras infinitesimales alrededor de los párpados y el brillo más o menos opaco de sus pupilas. No, no creo que falten proyectos, de ellos están llenos las mesas, los ordenadores y los despachos: faltan ingenieros capacitados para conducirlos del plano al terreno, falta mano de obra especializada.

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