Columna

La segunda vuelta

El resultado de las elecciones del 14 de marzo va a depender en gran medida de la abstención. O mejor dicho de las abstenciones, porque la inhibición ante las urnas responde a fenómenos diferentes y por tanto puede decirse que en la medida en que un abstencionista es susceptible de ser movilizado, hay tantos tipos de abstencionistas como orientaciones de voto. Valga como ejemplo los años que siguieron al golpe del 23-F, cuando el voto de extrema derecha, más allá de los militantes de Fuerza Nueva, se perdía en la abstención. Dos décadas después esos votos fueron movilizados por un PP que supo ...

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El resultado de las elecciones del 14 de marzo va a depender en gran medida de la abstención. O mejor dicho de las abstenciones, porque la inhibición ante las urnas responde a fenómenos diferentes y por tanto puede decirse que en la medida en que un abstencionista es susceptible de ser movilizado, hay tantos tipos de abstencionistas como orientaciones de voto. Valga como ejemplo los años que siguieron al golpe del 23-F, cuando el voto de extrema derecha, más allá de los militantes de Fuerza Nueva, se perdía en la abstención. Dos décadas después esos votos fueron movilizados por un PP que supo presentarse como formación de amplio espectro. Un fenómeno paralelo, aunque de signo contrario, se produjo cuando el mismo golpe de Estado se convirtió en un reactivo que movilizó a todo el electorado de izquierdas haciendo posible la victoria del PSOE de 1982.

Ahora el PP se aplica a movilizar a su electorado más escorado a la derecha agitando el espantajo de los peligros para la unidad de España y haciendo demagogia con la política antiterrorista, mientras preserva a Mariano Rajoy para un papel más centrado que evite la fuga de votos en este segmento del arco político. Una fuga de votos que no tendría que ser necesariamente para el candidato socialista, sino que también podría ir a la abstención. Esa hipotética abstención de centro derecha sería la respuesta medida de una parte del electorado dispuesto a hacerle pagar al Gobierno sus excesos más obscenos. De ahí la obsesión y la habilidad del Gobierno por eliminar de la agenda política el tema de la guerra de Irak, en la que, aunque haya desaparecido de los telediarios, España sigue metida.

En esa estrategia electoral del PP es absolutamente clave su negativa a confrontar en un debate a Mariano Rajoy con José Luis Rodríguez Zapatero. La operación va más allá del objetivo de evitar una situación de riesgo para un candidato que parte con ventaja en intención de voto decidido. Se trata de una maniobra de más amplio alcance para impedir que el líder del PSOE pueda ser visto como alternativa en televisión, que es donde el PP, como partido moderno que es, hace la política. Por eso cobra sentido, más allá del recurso retórico, la insistencia del PP en afirmar que no tendría que debatir sólo con Zapatero, sino también con Llamazares, Carod y los nacionalistas.

El PP sabe que si las elecciones se plantearan como una segunda vuelta las tendría perdidas, porque es más la gente que percibe la necesidad de un cambio que aquella que está conforme con el actual estado de cosas. La habilidad del aparato del PP en abrir una brecha mental entre los comicios de mayo y los actuales se revela de nuevo como decisiva, por eso en los próximos días, si nada se tuerce en su campaña, cada vez será menor la presencia de Aznar.

Del mismo modo, si el PSOE quiere tener una opción deberá esforzarse en convencer a los suyos de que el cambio es posible y persuadir a todos los afines de que la abstención significa rendirse, porque en este país la segunda vuelta se celebra cada cuatro años y por tanto, ahora y aquí, José Luis Rodríguez Zapatero es la única alternativa a la misma derecha de siempre.

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