Columna

King Kahn

La caja de herramientas del carpintero, más que un mero contenedor del utillaje, es un receptáculo moral. Por eso fascina asomarse a su interior. El metro, la escuadra, el lápiz o el cepillo esconden, bajo su dimensión práctica, un deseo de trascendencia. El carpintero va pegado a su caja como el alma al cuerpo y al abrirla te abre su espíritu. Por eso se transmite de padres a hijos, de hijos a nietos, y de nietos a biznietos. Pero incluso cuando una generación abandona el oficio, la caja de herramientas se pone en un altar, porque guarda en su interior la memoria de la familia. Hay objetos qu...

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La caja de herramientas del carpintero, más que un mero contenedor del utillaje, es un receptáculo moral. Por eso fascina asomarse a su interior. El metro, la escuadra, el lápiz o el cepillo esconden, bajo su dimensión práctica, un deseo de trascendencia. El carpintero va pegado a su caja como el alma al cuerpo y al abrirla te abre su espíritu. Por eso se transmite de padres a hijos, de hijos a nietos, y de nietos a biznietos. Pero incluso cuando una generación abandona el oficio, la caja de herramientas se pone en un altar, porque guarda en su interior la memoria de la familia. Hay objetos que tienen esa capacidad evocadora y objetos que no. Un amigo mío conserva el compás de su padre como si los círculos que traza fueran mágicos y dentro de cada uno de ellos cupiera el universo.

Pensaba esto al contemplar en el periódico una fotografía de los guantes de King Kahn tirados sobre el césped. El portero alemán, al que Roberto Carlos acababa de infligir un gol humillante, se había despojado de ellos al terminar el partido, abandonándolos sobre la hierba helada. Jamás un carpintero habría hecho tal con su caja de herramientas, ni un periodista con su máquina de escribir, ni un electricista con sus alicates, ni un aparejador con su tiralíneas, ni un médico con su maletín. La diferencia entre los profesionales citados y el portero de fútbol es que el portero es un poeta y, con frecuencia, un poeta maldito. Sólo así se explica ese gesto de autocastigo digno de un Baudelaire acabado frente a un Verlaine joven, como Casillas, que de momento sólo practica la audestrucción en las mangas de su camiseta.

Me pregunto si alguien recogió aquellos guantes, y si les haría la caridad de conservarlos en algún receptáculo noble como el maletín de un médico o la funda de un violín. Ustedes, por su parte, están en su derecho a preguntarse qué rayos me ha pasado para ponerme tan futbolístico y lírico a la par. Se lo confesaré: quiero ir probando mis habilidades como cronista deportivo, pues sospecho que si la vida política de este país se encanalla un poco más, la sección de deportes será pronto la única de los periódicos donde resulte posible la práctica de la moral al mismo tiempo que la de la sintaxis.

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