Columna

La suerte

Hace unos días -era una tarde soleada y calurosa, tal vez a causa del efecto invernadero- alquilé una hermosa y veloz bicicleta en un hotel de Bilbao. Después de dar una arriesgada vuelta por la ciudad entre el enloquecido tráfico -sin utilizar los escasos bidegorri- bajé hasta el Casco Viejo, me perdí por las bulliciosas Siete Calles, subí de nuevo al Ensanche y pedaleé hasta el parque de Doña Casilda. Una vez allí me apeé de mi montura metálica, la candé en una farola y, como buen deportista de pega, encendí un cigarrillo -aunque ya sé que está mal decirlo- al tiempo que me tumbaba en...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Hace unos días -era una tarde soleada y calurosa, tal vez a causa del efecto invernadero- alquilé una hermosa y veloz bicicleta en un hotel de Bilbao. Después de dar una arriesgada vuelta por la ciudad entre el enloquecido tráfico -sin utilizar los escasos bidegorri- bajé hasta el Casco Viejo, me perdí por las bulliciosas Siete Calles, subí de nuevo al Ensanche y pedaleé hasta el parque de Doña Casilda. Una vez allí me apeé de mi montura metálica, la candé en una farola y, como buen deportista de pega, encendí un cigarrillo -aunque ya sé que está mal decirlo- al tiempo que me tumbaba en un banco para echar una siestita. Desde aquel lugar bajo los árboles se oía el murmullo de las fuentes, el arrullo de las palomas, el cuá-cuá de los patos y los gritos de los niños, manifestaciones sonoras que me hacían soñar con la próxima primavera, e incluso, yendo aún más lejos, con el próximo verano. Pero, cuando más a gusto me sentía, alguien me chistó y abrí los ojos.

La verdad es que no sé exactamente de dónde salió: era un tío bien vestido, con pinta de chico de buena familia. Desde mi posición yacente, le veía al revés. El chaval me tendió un trozo de papel roto con una frase escrita y firmada a bolígrafo. "Es que ahora me dedico a escribir, ¿sabes?", me dijo, ofreciéndome vehementemente el papel. Tal vez a causa de que algo en esa escena no terminaba de convencerme, aparte de la incomodidad que me produjo el inoportuno despertar, negué con la cabeza. "¿Nada? ¿Ni un eurito?", insistió el tío, un poco nervioso, mirándome con dos ojos grandes como bolas de billar. Le repetí que no, pero una décima de segundo después ya estaba metiendo mi mano en el bolsillo. Demasiado tarde: el escritor, que no percibió el gesto de mi mano, se dio la media vuelta sin darme tiempo de sacar las monedas y se alejó resignado.

Le había negado la ayuda a un colega. Ya estaba lejos: no era cuestión de llamarle a gritos para darle un par de euros. Seguramente, había cometido uno de los más grandes errores de mi vida. ¿Quién, en su sano juicio, escatimaría el socorro a un compañero? Además, me había quedado sin mi frase. Sentí curiosidad por saber cuál era la máxima que me habría tocado, qué pensamiento o verso escrito en un papel habría servido para predecir mi suerte.

Aún recordaba la sentencia que me regaló un indigente en la barra de un bar, a cambio -claro está- de unas monedas. En una tira de papel azul, mal mecanografiado, se leía: "Mañana puedes ser tú el que esté en mi situación".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En