Crítica:

Puzle cósmico

El tiempo pasa para todos y, naturalmente, también para el escultor catalán Tom Carr (Tarragona, 1956), que empezó a darse a conocer hace ya un cuarto de siglo, despertando, desde el principio, un merecido interés, que hoy sigue acreditando, pero, a mi modo de ver, con cada vez mayor pujanza, porque su ya dilatada trayectoria demuestra la coherencia de quienes tienen algo personal que decir en arte y permanecen fieles a esta búsqueda original, sea más o menos concordante con los sucesivos cambios de gustos y modas. En este sentido, tanto su concepción de la escultura como una o varias piezas i...

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El tiempo pasa para todos y, naturalmente, también para el escultor catalán Tom Carr (Tarragona, 1956), que empezó a darse a conocer hace ya un cuarto de siglo, despertando, desde el principio, un merecido interés, que hoy sigue acreditando, pero, a mi modo de ver, con cada vez mayor pujanza, porque su ya dilatada trayectoria demuestra la coherencia de quienes tienen algo personal que decir en arte y permanecen fieles a esta búsqueda original, sea más o menos concordante con los sucesivos cambios de gustos y modas. En este sentido, tanto su concepción de la escultura como una o varias piezas insertas activamente en el espacio, con el que dialogan a través de la luz y el color, así como el uso de materiales orgánicos, principalmente cerámica y madera, sobre todo esta última, se mantienen hasta hoy, lo que no significa que no haya evolucionado o que lo haya hecho de manera monocorde.

TOM CARR

Galería María Martín

Pelayo, 52. Madrid

Hasta el 6 de marzo

La obra reciente, que ahora exhi-

be, lo pone de manifiesto, pues Carr ha dispuesto, a lo largo de todo el perímetro mural de la galería, un amplio conjunto de pequeñas piezas de madera pigmentada, que se agrupan formando conjuntos unitarios de diferente extensión y complejidad, pero que también, a veces, pueden desglosarse de forma singular. De esta manera, estas paredes salpicadas con fragmentos convierten el espacio global que las acoge en un lugar donde flotan partículas cromáticas, generando este espectáculo visual una ilusión semejante a la contemplación desde las alturas de archipiélagos salpicados en medio de un inmenso océano blanco o, si se quiere, también la de una suerte de cósmico puzle a medio hacer. Junto a esta primera impresión, el visitante disfruta de otro punto de vista complementario al abordar el conjunto al pie de cada pared, cuando se le revela al bies el animado relieve transversal de estas piezas. Es así como, ya sea abordando la instalación del conjunto, la de cada una de las paredes o la más íntima de cada fragmento singular, o ya sea mediante miradas frontales o transversales, el visitante se encuentra sumergido en la profundidad misteriosa de un espacio vibrante, cada una de cuyas capas encierra mundos diversos. Hay una evidente semejanza formal entre esta maculación del espacio de Carr y la forma con que Tony Cragg engastaba paredes con residuos cotidianos, pero la intención simbólica, el tratamiento material y, evidentemente, el efecto buscado por ambos es casi antitético, pues, para aquél, el contenido es el espacio y no, sobre todo, un mero receptáculo, como parece serlo para el británico finalmente más afincado en una tradición local pop.

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