Columna

Doñana

Este invierno la marisma es un espejo interminable. Las láminas de agua se suceden sin solución de continuidad, preludiando la eclosión de Doñana. Hasta la garza real parece cansada de mirarse y va de un lado a otro, como buscando posaderos más secos, menos narcisistas. Las avefrías lucen al sol su capa levemente irisada, que de lejos parece gris. Comparten territorio con los gamos, echados ya a media mañana, tras un primer hartazgo de alta hierba. Los ánsares rebuscan castañuelas con su andar de cine cómico. Los flamencos llenan el horizonte de preguntas. El otoño, en fin, fue tan pródigo en ...

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Este invierno la marisma es un espejo interminable. Las láminas de agua se suceden sin solución de continuidad, preludiando la eclosión de Doñana. Hasta la garza real parece cansada de mirarse y va de un lado a otro, como buscando posaderos más secos, menos narcisistas. Las avefrías lucen al sol su capa levemente irisada, que de lejos parece gris. Comparten territorio con los gamos, echados ya a media mañana, tras un primer hartazgo de alta hierba. Los ánsares rebuscan castañuelas con su andar de cine cómico. Los flamencos llenan el horizonte de preguntas. El otoño, en fin, fue tan pródigo en lluvias, y el invierno tan suave, que ya rebosan de amarillo silvestre las cunetas y aquí y allá unas alfombras de florecillas blancas semejan los residuos neverizos de un belén remoto. Por todas partes la vida, las gráciles criaturas del aire en su profusa algarabía, la nostalgia aguda del Paraíso.

Imagino a los primeros hombres queriendo nombrar seres tan bellos, sin causarles demérito verbal. Esos pájaros que afilan en el aire su negrura, cormoranes. Suena a piratas voladores. Esa turba de anátidas, según costumbres, alcurnias, siluetas: zampullín, patos reales, porrones colorados. Las que menudean por el limo: andarríos incansables, cigüeñuelas de milagrosas patas de alambre. Y las águilas, según su oficio: culebreras, ratoneras, laguneras, pescadoras...

Por el lucio de Marilópez los calamones se descubren a cientos (mediados los setenta, cuando andábamos por aquí preparando el primer borrador de Ley de Doñana, los contábamos con los dedos de una mano).

Las fochas, por miles, chillan sin parar. Las abocetas todo el santo día con el trasero al aire, medio sumergidas. Ignoran olímpicamente, como las demás aves, al aguilucho lagunero, que planea desorientado. Pues hay tantas, que no podrá elegir. Lo mismo le sucede al aguilucho pálido, al milano real, al cernícalo, uno adjudicado a cada poste del tendido eléctrico. Parecen comisarios del Gobierno.

Mucho merodea esta temporada la señora Ministra, especie verdaderamente exótica. Cada día un pretexto (¿Estará pescando votos?). Hoy pinta nuevos refuerzos a la protección del parque, meras manchas en un mapa. Ya se verá. La codicia del automóvil, las muchedumbres playeras, amagan otra vez con meterse por las lindes del Paraíso. Mañana promete nueva fórmula milagrosa para salvar al lince. Pero hasta ahora nadie supo evitar que este elástico guerrero, en su último salto, alcance su exterminio. La presión ambiental, dicen. Errores graves, murmuran. Lástima de tantos dineros, de artilugios inservibles. Campaña tras campaña, muerte tras muerte. Ahora meten en jaula a un ejemplar galán con cuatro damas. Qué triste conclusión. Para ese viaje... Más parece atinar la Consejería de Medio Ambiente: criemos muchos conejos de campo, ya vacunados, y devolvámoslos al campo, donde las águilas imperiales y los linces tengan que comer.

Bruselas acaba de reñirle a la señora Ministra. Y la va a llevar a los tribunales por permitir cepos contra el zorro que también revientan linces. Ya verán cómo nadie se entera. Estamos en campaña. Contra la luz nacarada del atardecer, un bando de moritos busca dónde echarse. Por la radio, un partido de fútbol encrespa a multitudes.

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