Análisis:

El buen ojo de Wenger

"¡Boring, boring Arsenal!" clamaban los aficionados rivales durante los años setenta, ochenta y noventa. "¡Aburrido, aburrido Arsenal!". Y se lo merecían. Ganaban trofeos. Nunca dejaron de ser una potencia en la liga inglesa. Pero su juego era tosco, mezquino, sin la más mínima concesión al espectáculo. Acumulaban uno a cero o empates a cero con una previsibilidad casi siniestra, y a base de eso triunfaban.

No siempre había sido así. Según cuentan, el Arsenal de los años treinta fue el mejor club de fútbol del mundo nunca visto. Bajo el mando del legendario entrenador Herbert Chapman ga...

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"¡Boring, boring Arsenal!" clamaban los aficionados rivales durante los años setenta, ochenta y noventa. "¡Aburrido, aburrido Arsenal!". Y se lo merecían. Ganaban trofeos. Nunca dejaron de ser una potencia en la liga inglesa. Pero su juego era tosco, mezquino, sin la más mínima concesión al espectáculo. Acumulaban uno a cero o empates a cero con una previsibilidad casi siniestra, y a base de eso triunfaban.

No siempre había sido así. Según cuentan, el Arsenal de los años treinta fue el mejor club de fútbol del mundo nunca visto. Bajo el mando del legendario entrenador Herbert Chapman ganaron el campeonato inglés cinco veces. En Inglaterra todavía hablan de aquellos gunners con admiración y reverencia.

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Pero para las más recientes generaciones de aficionados del equipo más potente de la capital inglesa una dósis de vergüenza ha tendido a acompañar la satisfacción por los triunfos cosechados, entre ellos el doblete de 1971 o el campeonato ganado en 1989 con un gol marcado en el último minuto de la temporada contra el Liverpool en Anfield. La vergüenza venía de saber, en base a las irrefutables pruebas oculares de cada fin de semana, que su equipo jugaba un pésimo fútbol.

Nick Hornby, autor del maravilloso y definitivo libro sobre el Arsenal Fiebre en las gradas, reconoce no sólo "el hecho" de que aquellos equipos eran aburridos, sino que le provocaban más que vergüenza: le hacían sentirse culpable, partícipe en una vil perversión de lo que debía ser el deporte que sus compatriotas habían inventado.

Todo cambió con la llegada de Arsène Wenger en 1996. Desde que el nuevo entrenador de José Antonio Reyes asumió las riendas del club el Arsenal ha vivido una revolución estética. No sólo ganan, intercambiando campeonatos de liga con el Manchester United año tras año, sino que juegan con una espléndida vitalidad. Nadie, ni sus más acérrimos rivales en el vecino Tottenham, les podría acusar de ser aburridos. El Arsenal de Wenger, construido a base de una fracción de lo que ha gastado Sir Alex Ferguson en el Manchester, ha combinado solidez en defensa con una eléctrica línea ofensiva en la que destacan Pires y Henry.

Que el joven Reyes ahora tenga a Wenger como entrenador es una buena noticia para él, y para la selección española. La gran virtud de Wenger, y el motivo por el cual es quizá el entrenador más admirado del mundo, es que ha sabido maximizar el talento de sus jugadores. Si llegaron buenos, los ha hecho muy buenos. Henry es el mejor ejemplo. Llegó al Arsenal del Juventus con la reputación de ser un extremo rápido y habilidoso y Wenger lo convirtió en exactamente lo que Reyes aspira a ser: un delantero centro goleador tan brillante, tan reconocido como un crack, que es muy posible que en verano se sume a los galácticos del Madrid.

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