Columna

'Crispín'

Soñé que estaba en la plaza de España y sucedía algo precioso y extraordinario. Había una luz de invierno nítida, fría, como de tarde neoyorquina, y el ladrillo rojizo de los muros de los edificios, que parecían fábricas antiguas, brillaba recordando la carpeta de un elepé de Pink Floyd. Yo hablaba por teléfono con Jaime de Armiñán, que es cineasta, dramaturgo y escritor, cuando ante mí descendió una gran bola vegetal, entramada de ramas y palitos. A punto apenas de llegar al suelo, de entre ella surgía, sosteniéndola aún en su pico, una cigüeña que, levísima y grácil, se posaba en mitad de la...

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Soñé que estaba en la plaza de España y sucedía algo precioso y extraordinario. Había una luz de invierno nítida, fría, como de tarde neoyorquina, y el ladrillo rojizo de los muros de los edificios, que parecían fábricas antiguas, brillaba recordando la carpeta de un elepé de Pink Floyd. Yo hablaba por teléfono con Jaime de Armiñán, que es cineasta, dramaturgo y escritor, cuando ante mí descendió una gran bola vegetal, entramada de ramas y palitos. A punto apenas de llegar al suelo, de entre ella surgía, sosteniéndola aún en su pico, una cigüeña que, levísima y grácil, se posaba en mitad de la calzada. En la parte superior de la bola, ya nido gigante, venían dos o tres cigüeñas más, quizá sus crías. La visión era tan maravillosa que yo se la narraba a gritos a Jaime de Armiñán, quien no parecía sorprenderse tanto, acaso acostumbrado a convivir con fantasmas y criaturas de múltiples especies, como los que pueblan las páginas de su último libro, Los duendes jamás olvidan. En pleno auge de mi admirada excitación, en el sueño aparecía Crispín, que pasaba de largo ante mí, concentrado en sus cosas. Y yo, lamentablemente, despertaba.

Crispín es un perro que podría pertenecer a ese "mundo invisible de ángeles y demonios que influye constantemente sobre el mundo visible", como define Armiñán en su libro. Ángel sin duda, Crispín ha adoptado, para hacerse ver, la forma de un perro mestizo, de unos once años, cuya belleza, que antes se diluye en un penacho de pelo-púa a modo de chepa o pelliza, va desvelándose con el trato, como toda belleza interior. Fue rescatado hace unos años de la perrera de Cantoblanco; in extremis, es decir, enfermo de parvovirosis y a punto de la ejecución. Tiene, pues, un hogar, y hasta un mesón que regenta su familia adoptiva en el barrio de Chueca. Pero Crispín es mucho más que un perro feliz y agradecido; es un personaje muy popular en el barrio y sus alrededores porque, seguro, independiente y pacífico, presenta una particularidad: sale solo. Dotado de un sentido cívico que no se reconoce a los de su especie, de una capacidad inédita en el manejo de su urbana libertad, Crispín pasea como un ciudadano más, que cruza en los pasos de cebra o espera paciente a que se pongan en verde los semáforos. Guiado por un irrefrenable impulso de seducción erótica, a Crispín, que es un ligón, un auténtico Don Juan que controla puntualmente el celo de sus muchas amantes, se le ha llegado a ver, siempre caballeroso y enamorado, hasta en la plaza de España de mis cigüeñas y mi conversación con Armiñán. Bien pudiera ser Crispín un trasunto canino de Claudio Cotrús, galán maduro de teatro de Los duendes del escritor.

El caso es que la otra tarde, festividad de San Antón, acompañamos a Crispín a la calle de Hortaleza, donde la fauna humana y no humana madrileña se empujaba, con la contradicción propia de un fervor pagano, por unas gotas de agua bendita del patrón de los animales. Lo de la romería de san Antón es un batiburrillo ideológico en el que se mezclan, como en un entremés posmoderno, perros policía que desfilan al son de la Banda de Cornetas y Tambores de la Policía Municipal con mascotas de jersey escocés, chuchos rescatados de un albergue con aristócratas de pedigrí, tortugas sumergidas en la pila de agua bendita con conejillos que se ovillan en el regazo, gatos esponjosos con loros críticos, ateos con creyentes, curiosos con convencidos, cachorros con veteranos. La cosa ha derivado en un espectáculo entre esperpéntico y naïf, en el que no falta cada año la presencia del cerdo desconcertado por la multitud mientras se respira al tiempo ese aire de ternura que corta el tráfico en el centro de Madrid.

Cuentan que los atascos fueron la razón por la que en 1967 se suspendieron estas fiestas, rehabilitadas por el alcalde Tierno Galván, pero lo cierto es que la II República ya las había eliminado y, antes, el rey José Bonaparte: ¿no será que a afrancesados y republicanos no les cuadraban el ternurismo popular y las bendiciones eclesiales con la rifa del cerdo que se celebraba después? Algo así debió de elucubrar también Crispín. O vio que entre la masa poco amor cortés puede prosperar hacia la intimidad. Así que, digno y solitario, se dio media vuelta, rumbo a casa. Y yo lo seguí como a un ángel visible de Armiñán, soñando con cigüeñas que un día cualquiera posen, a nuestros pies, sus nidos en las calzadas de Madrid.

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