Crítica:CRÍTICAS

En el ombligo del cine

El mismo hombre de cine que gritó a sus guionistas que no hay película si no hay historia, demuestra ahora, y con su propia sangre, en su trepidante autobiografía, El chico que conquistó Hollywood, que puede ser aún más rotundo y decir que la película es la historia. En esta vieja e irrenunciable identidad entre contenidos y formas hunde sus raíces, y de ellas se alimenta, la seriedad que se mueve bajo la gracia de este vivísimo documento hecho, y muy bien, por Brett Morgen y Nanette Burstein.

El filme es relatado a viva voz por el personaje que lo protagoniza, Robert Evans, un g...

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El mismo hombre de cine que gritó a sus guionistas que no hay película si no hay historia, demuestra ahora, y con su propia sangre, en su trepidante autobiografía, El chico que conquistó Hollywood, que puede ser aún más rotundo y decir que la película es la historia. En esta vieja e irrenunciable identidad entre contenidos y formas hunde sus raíces, y de ellas se alimenta, la seriedad que se mueve bajo la gracia de este vivísimo documento hecho, y muy bien, por Brett Morgen y Nanette Burstein.

El filme es relatado a viva voz por el personaje que lo protagoniza, Robert Evans, un guapo, elocuente y audaz jefazo de la Paramount que organizó algunas de las películas más importantes del Hollywood de los años sesenta y setenta, y que rozó nada menos que la corona de sucesor del legendario Irving Thalberg, fallecido dios en jefe de la Metro-Goldwyn-Mayer, comenzando su hazaña por calentar las sábanas de seda y dar consuelo a su viuda, la actriz de nácar Norma Shearer.

EL CHICO QUE CONQUISTÓ HOLLYWOOD

Dirección y producción: Brett Morgen y Nanette Burnstein. Basada en un libro de Robert Evans. Montaje: Juan Díaz. Fotografía: John Bailey. Género: documental. EE UU, 2003. Duración: 105 minutos.

Robert Evans inició su tumul-tuoso idilio con el cine en 1956, delante de las cámaras, pero aguantó poco tiempo en los telones de fondo. Su conocida imagen de galán moreno y engominado procede de su interpretación del torero Francisco Romero en Fiesta, dirigida por Henry King en 1957. Pero su ambición era ya un nudo desatado que tomó forma y trazó un camino el día que oyó a Darryl Zanuck (gran capo de la Fox) decir a la gente encumbrada que quería echar del rodaje a Robert Evans: "Nadie quiere que se quede ese tipo, pero yo sí". Y añade ahora Evans: "Me di cuenta de que lo yo buscaba era poder decir de otro lo que Zanuck dijo de mí".

Desde que el buscador de poder asomó la nariz, adiestró su olfato de alpinista de oficina en el rastreo de llaves de alcobas y de cajas fuertes. Con las primeras abrió las piernas de algunas de las mujeres más bellas de su tiempo, cómo Ava Gardner, Dorothy Malone, Joan Collins, Grace Kelly, Lana Turner, Raquel Welch, Ali McGraw, entre muchas más, y con las segundas abrió la lógica de los libros de cuentas, que le condujo en 1967 a El detective, primer filme que produjo y que le elevó de un tirón a la cúpula de una Paramount al borde la quiebra, a la que Evans sacó de apuros con el detestable baño de dólares y almíbar de Love story. Y fueron estas minas de dinero las que permitieron a Evans emprender la busca de gran cine, y éste saltó en La semilla del diablo (1968) y volvió a aparecer en Chinatown (1974), ambas dirigidas por Roman Polanski. Y entre una y otra suena nada menos que la aventura de El padrino (Francis Ford Coppola, 1972) y varios filmes de escolta que merecen la pena, como Tal como éramos.

El buen filme que es esta irónica autobiografía de Evans (rematada por una genial caricatura de Dustin Hoffman) crece con las excelencias de los documentos manejados en la sala de montaje, que envuelven en oro la la compleja vida de este Gran Gatsby del cine, que cayó desde las cúpulas a las cloacas de su país, incluidas la indigencia y la demencia, de las que Evans ahora resurgió con ganas y elocuencia, dispuesto a seguir haciendo lo único que sabía hacer.

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